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La Misión 2024: La carrera más dura de mi vida

Después de estar tres días casi todo el tiempo en cama, el dolor en el gemelo empezó a permitirme cierta independencia. Hasta ahora solo podía ir hasta el baño, con muchísima dificultad. Intenté trabajar un poco, sentado en el escritorio, pero la gravedad llevaba sangre al desgarro, y el edema me petrificaba la pierna. La punta de los dedos del pie lanzaban chispazos de dolor, y de a ratos tenía que volver a acostarme. Si me tenía que retorcer del dolor, que al menos fuese en posición horizontal.

«Flor de desgarro te hiciste», me dijo el traumatólogo después de ver la ecografía. El edema no es otra cosa que sangre, y es una mancha tan grande que no deja ver exactamente dónde se rompió el músculo. Le pregunté si iba a poder correr Patagonia Run en un mes y, mientras negaba con la cabeza, sentenció: «No vas a llegar». Pero de algún modo lo convencí de que podía ir a kinesiología todos los días, más bici, elongar, caminata, y después hacer los 70 km tranquilo (y saltando en un pie). ¿Quién sabe? Al final, dejó entrever la posibilidad de que, con algo de suerte, llegaba.

¿Cómo fue que llegué a romperme un músculo en carrera? ¿Y por qué tuve que llegar a esta instancia?

Semana 52, el blog que nos convoca, empezó en 2010. Solía tener actividad diaria y fue testigo de muchos desafíos y desarrollos físicos y mentales. Hice la crónica de mis primeros 42 km (10/10/10, en Buenos Aires), mi primer ultramaratón (08/12/11, en Yaboty), y las dos veces que corrí 246 km en menos de 36 horas: El Spartathlon (26/09/2014, entre Atenas y Esparta) y el Ultra Desafío (16/11/2019, entre Buenos Aires y San Nicolás).

Pero no todos fueron triunfos. Semana 52 también narró abandonos, como La Misión en 2012, cuando intenté hacer 160 km en las montañas de Villa La Angostura y abandoné unos 50 km antes de llegar a la meta. Fue una de las experiencias más agotadoras de mi vida, por lo que se volvió una cuenta pendiente que algún día iba a tener que repetir. ¿Por qué querer volver a eso? Cuando escribí la crónica de esa carrera, dividida en tres partes (Parte 1, Parte 2 y Parte 3), cerré con una frase que lo explica un poco: «¿Qué sería de la vida sin objetivos que cumplir?». Ya en ese momento, a horas de no haberlo logrado, sabía que iba a volver a intentarlo.

Siempre me gustaron las coincidencias numerológicas y lo cíclico. En La Misión 2012, que largó el 12/12, tenía el número de corredor 12, y un retraso por mal clima hizo que arrancáramos a las 12. Abandoné en el km 112. Y 12 años después, decidí volver a La Misión por la revancha. En esta nueva edición me tocó el dorsal número 300, algo que me encantó porque me remitió a los guerreros espartanos que protegían a Leónidas y retrasaron valientemente a los persas en la Batalla de las Termópilas. También remite, de algún modo no tan directo, al Spartathlon griego, la madre de todas las carreras.

Si este intento de revancha me tomó 12 años es por una simple razón: estoy vislumbrando mi fragilidad como atleta. Tantos años de ultramaratones empezaron a hacer mella en mi cuerpo. Un día me diagnosticaron metatarso vencido en el pie izquierdo, algo doloroso e irreversible. Solo necesito correr 90 minutos o entrenar dos días seguidos para que me empiece a doler. También está el edema en la cadera, algo que nunca termina de curarse. Estas molestias son incompatibles con correr horas y horas. Después de hacer 24 horas en pista (Termas de Río Hondo, en Santiago del Estero), carrera en la que alcancé las 100 millas, le prometí a mi esposa que me retiraba de las ultramaratones. No me lo pidió, y no me creyó. Pero realmente quiero dejar de lado las competencias donde termino arruinado. Con cada ultra, algo se rompe en mi cuerpo y no se recupera del todo.

Entonces, esa es mi simple razón. Siento que tengo fecha de vencimiento. Puedo seguir corriendo, incluso hacer maratones y carreras de aventura, pero esos desafíos que duran días y llevan al físico a su límite están empezando a volverse cada vez más inalcanzables.

Antes de mi eventual retiro y de que mi cuerpo no pudiese estar al nivel de una ultra de montaña de 160 km, me anoté en La Misión 2024. Pagué por adelantado, tanto la inscripción como el hospedaje. Canjeé algunas millas para el pasaje y me empecé a enfocar en ese objetivo. Santy, mi entrenador en Actitud Deportiva, me propuso un esquema de entrenamiento distinto al que venía manejando, porque tenía poco margen para prepararme. Nunca recuperé mi peso ni mi ritmo de entrenamiento prepandemia, así que el tema de ser constante me estaba costando mucho. Me preparé meses, sin dejar de sentir dolor en el metatarso o en la cadera. De a poco fui perdiendo grasa abdominal y sintiéndome más seguro y fuerte. Pedí prestado parte del equipo que necesitaba y gasté mucho dinero comprando comida para probarla en entrenamiento y armar mi estrategia de carrera.

A último momento, como suele ocurrir, me dio pánico precarrera, así que consulté a una nutricionista. Armamos rápidamente un Excel con los alimentos que iba a consumir y una proyección de cuántas horas me iba a llevar hacer 160 km de montaña. Sin mucha justificación más que la intuición, aventuré 50 horas. Una locura, porque después de que La Misión 2024 finalizó, vi el ranking y me di cuenta que ese tiempo me hubiese puesto en el top 10 de la carrera. Pero era lo que me parecía en ese momento: 20 horas y media para la primera mitad, 29 horas y media para la segunda.

Me encanta viajar, pero no me gusta hacerlo solo. Ir a otra provincia en avión, tomar un micro y hospedarme en un hostel es algo que no me tentaba. Lo tomé como parte del desafío. Hay que salir de la zona de confort y esto me incomodaba mucho. Tuve la suerte de compartir la habitación con otros corredores que habían ido a Villa La Angostura para desafiarse al igual que yo. El ultramaratonista es siempre un bicho raro entre la gente, así que uno se hermana muy fácilmente cuando está en la cercanía de otro. También me encontré con experimentados «misioneros» como Daniel o Mariano, amigos que me dieron consejos hasta el último minuto.

Siendo consciente de mis lesiones (y limitaciones), me di una inyección de Oxa B12, a ver si el corticoide evitaba la inflamación del metatarso y podía correr con cierta normalidad. Tenía mi bolsa de aprovisionamiento con comida y ropa de recambio para levantar en el km 80 (Villa Traful), un chaleco con dos botellas de 500 cc de agua, comida para 14 horas en todos los bolsillos y, encima de todo eso, una mochila donde llevaba más ropa, más comida, la bolsa de dormir y el saco vivac (completando unos 8 kilos). Con mis desvencijados bastones, caminamos hacia la largada.

Vuelvo una vez más a lo cíclico, que me encanta: en La Misión 2012 yo había corrido con una mochila roja de marca Quechua. Al no completar la prueba, se la regalé a Mariano (con los años, completó muchas ediciones con ella). En 2024, él volvió, todavía con esa misma mochila. En agradecimiento a mi gesto de aquella vez, me regaló una campera hermosa marca North Face, que la que usé en esta edición de La Misión. Y yo corrí con la misma mochila Quechua que él, salvo que la mía era un préstamo de otro amigo «misionero», Walter.

Aprovechando mis conocimientos de diseño gráfico, y siendo que la carrera no tenía puestos de asistencia que uno pudiera usar como pequeñas metas intermedias, tomé la geografía y los puestos de control para segmentar el recorrido en 13 partes. Copié el perfil de altimetría que compartió la organización, le escribí cuántos kilómetros tenía cada segmento, cuánto desnivel acumulado, cuánta distancia acumulada y a qué hora creía que iba a completar cada parte. Lo imprimí, plastifiqué y puse en un bolsillo accesible de mi chaleco. Poder consultar esta información detallada durante el recorrido, a la intemperie, cansado, sin saber dónde estaba o qué se venía, fue muy útil.

Ejemplo de las tarjetas que me armé para consultar durante el recorrido.

Largamos tan solo un par de minutos pasados de las 10 de la mañana. El pronóstico venía amenazando lluvia todo el día, pero solo fue una llovizna y muy breve. Empecé corriendo porque estaba descansado y quería despegarme del pelotón, pero lo cierto es que La Misión tiene tiempos muy holgados y podía terminar los 164 km en 72 horas.

Decidí no usar los bastones al principio, solo los llevaba en la mano. Además de que las piernas estaban descansadas, los quería reservar para cuando llegáramos a la montaña, algo que iba a suceder cerca del km 19. Para mí, ya estar usando los bastones tan al principio solo hacía que las contracturas en la nuca y el dolor de hombros aparecieran más temprano.

Me mantuve en el plan de tomar agua cada 20 minutos y comer cada 40, alternando dulce con salado. Al comienzo todo es muy fácil. Sin dolores ni ningún tipo de molestia, uno se pone en automático y todo fluye. Pasaban los kilómetros y a cada hora tomaba una pastilla de sal. Esto es porque, al ser La Misión una prueba de autosuficiencia, no cuenta con puestos de asistencia, así que uno tiene que proveerse su comida y su bebida. En este caso, había que ir llenando las botellas con los arroyos, que abundan en toda esa geografía y cuya agua, además, tiene bajo contenido de sales. Conserven el detalle de las pastillas porque van a cobrar relevancia más adelante, cuando esta carrera pasó de ser una simple actividad que fluía a estar aferrándome a la vida en la montaña.

Probablemente, uno cambie su percepción del tiempo conforme avanzan los años, pero en las ultramaratones, además, las horas pasan a velocidades supersónicas. Me acostumbré a tomar sin sed y comer sin hambre, mirando el reloj, pero es fácil perder la noción del tiempo. ¿Me toca comer de nuevo? ¡Pero si acabo de hacerlo! A ver las bolsitas con las raciones de comida: uno, dos, tres, cuatro… no, si me quedan cuatro es que me toca comer otra vez. ¿Son las 3 en punto? Tengo que tomar otra pastilla de sal. Juraría que la última la tomé hace 5 minutos… (repita esta conversación interna 50 veces)

Y ahora, lo que nos preguntamos todos: ¿Qué pasa por la cabeza de un corredor mientras corre horas y horas? Estar en este paisaje tan hermoso es sin dudas un plus. Uno se queda maravillado por ese entorno, recordando que se entrenó en escaleras que daban una ganancia máxima de 15 metros por cuesta. Nada se equipara a la montaña. Es maravilloso estar en ese escenario, pero ella nos recuerda constantemente que no pertenecemos ahí. En mi caso, además de reflexionar en lo que estoy haciendo y hacia dónde estoy yendo, en las ultramaratones se me pegan canciones cuyos estribillos me acompañan durante horas. O, en el caso de La Misión, durante días. Ahora, rengo y en la seguridad de mi hogar, me pongo a pensar por qué esas canciones y no cualquier otra. ¿Esconden algún significado? «Kickstart My Heart», de Mötley Crue, podría ser una alegoría al esfuerzo y cómo ese ritmo vertiginoso me mantenía vivo, cual inyección de adrenalina al corazón. Estilísticamente va bien con «Sweet Child O’Mine», de los Guns N’ Roses, una de las bandas preferidas de mi esposa, en quien pensaba mucho… pero, ¿cuál era el sentido de que se me pegara «Florecita rockera», de Aterciopelados, o «Educación sexual moderna», de Les Luthiers? ¿Por qué apareció en mi cabeza «Igual que ayer», de Los Enanitos Verdes, canción en la que no pensaba desde hacía al menos 20 años? Todavía lo estoy analizando. Mientras tanto, hice una playlist con todas esas canciones que se quedaron atascadas en mi cabeza, e intenté ordenarlas para que vayan orgánicamente en estilo: Playlist La Misión 2025. En diferente orden, fragmentado, esto sonaba adentro de mi cerebro casi a toda hora.

El primer cerro que subimos fue el Newbery (1840 msnm), y a la espera de que un geólogo nos explique en detalle por qué el suelo es como es, les voy contando que era una subida arenosa, en la que uno daba dos pasos y se deslizaba hacia atrás uno. Estoy convencido de que esta misma montaña, hacia el final de la carrera, hubiese sido un suplicio, pero como estaba «descansado», se subió y a otra cosa.

En esta instancia, comer no era difícil. Tampoco tomar agua de río. Todavía era incolora e insabora. Esto cambiaría con el correr de las horas. No quiero adelantarme, pero es importante notar que esta reseña, aunque bastante larga, difícilmente represente la cantidad de horas y horas y horas en actividad, y cómo esas cositas automáticas, en algún momento, pasaron de ser repetitivas a hacerse muy dificultosas.

Después de una larga bajada del Newbery, llegamos a la ruta, kilómetro 40. Esto marcaba una cuarta parte de la carrera. Me sentía espectacular, y todavía corría en los llanos. Medio escondido al abandonar la banquina de la ruta había un puestito improvisado donde vendían Gatorade y comida. Dudé un poco, pero como el reglamento lo permitía, me acerqué y pagué gustoso $1500 por una bebida isotónica azul. En ese momento ya estaba un poco harto del agua de río, y tomar algo dulce (y olvidarme por un momento de las pastillas de sal cada hora) me venía bien.

Ahora volvíamos a subir hacia el Mallín de las Nieblas. Y si bien no era un cerro, teníamos que ganar más de 1000 metros de altura. De ahí pasamos al Río Minero. Claramente, la carrera intentaba por todos los medios que nos metiéramos al agua, pero yo prefería perder algunos minutos buscando un conjunto de piedras, un tronco, o algún paso donde mantuviera mi proyecto de pies secos. Tuve una tasa de éxito bastante alta a pesar de pegar esos saltos con cansancio acumulado y una mochila de 8 kilos en la espalda. Sin embargo, cruzar el Minero solo era posible metiendo las patas en el agua helada. Para este fin, venía preparado. Me senté, me saqué las zapatillas y las medias, y me puse unos mocasines. Crucé, no sin insultar por esa masa líquida congelada, me senté, me sequé los pies con una toallita, y me volví a poner las medias y las zapatillas. Repetí este recurso otras tres veces en el recorrido. Tiempo bien invertido para reducir la posibilidad de formación de ampollas.

Ya en la subida al Cerro Piedritas (1890 msnm) estábamos en medio de la noche. El viento hacía sentir el frío, así que hubo que echar mano a la campera, los guantes y el cubrepantalón. Este ascenso, e incluso el descenso, traumó a varios corredores, que solo queríamos llegar a Villa Traful, el puesto bajo techo con nuestra bolsa, donde resultaba conveniente descansar e incluso dormir. Pero qué difícil fue eso. Un terreno muy técnico, con nada de reparo del viento. En estas carreras largas es muy fácil quedarse absolutamente solo, así que los cuadraditos reflectivos, iluminados por la linterna frontal, eran lo único que nos indicaba que estamos yendo por buen camino.

Llegué a Villa Traful a las 16:30 horas de carrera y luego de atravesar las interminables calles del pueblo. Considerando que mi pronóstico conservador era estar ahí pasando las 20 horas, lo sentí como una muy buena señal. Pero cuando llegué y canté mi número de corredor, me di cuenta de que no me sentía muy bien del estómago. Lo comenté a la organización y me dieron la única solución existente para cualquiera de los problemas en La Misión: «Tirate a dormir un rato». Eran las 2:30 de la mañana, un momento ideal para hacerlo. Aunque no tenía colchoneta ni nada similar, saqué la bolsa de dormir, me puse en patas, me metí adentro y comí una empanada de soja con una bebida isotónica mientras esperaba que me invadiera el sueño. Pero la verdad es que no paraba de temblar. Las calzas estaban empapadas de transpiración y no funcionaba el cierre de la bolsa. Me desnudé con la esperanza de que eso me ayudara a calentarme, pero nada. Entonces saqué el saco vivac, me metí con la bolsa ahí adentro, y ahí sí, dejé de tiritar y el frío cesó. Dormí un par de horas, comí algo, fui al baño, guardé mis cosas y salí.

Eran las 6:15 de la mañana cuando estaba nuevamente en carrera, listo para arrancar la segunda mitad de La Misión. En mi cabeza pensaba, si le gané 3 horas a mi pronóstico, ¿haría los 80 km restantes por debajo de las 29 horas? (Spoiler: NO). Las cuentas me daban que podía llegar a la meta en 40 horas. ¿Quién sabe? ¡Quizá menos! Qué inocente que fui.

Pasamos el Arroyo Cataratas y llegamos a la Horqueta Cataratas. Y sí, había cataratas. Pequeñas, pero cataratas al fin. Después del Col. 3 Nacientes, ya estábamos cerca de los 100 km de carrera. Las molestias estomacales iban en aumento, pero me forzaba a comer y tomar. El reloj mandaba. El agua de arroyo me daba asco y cada pastilla de sal me costaba bajarla más que la anterior. Un par de veces, se quedaban pegadas en el fondo de la la garganta y el agua seguía de largo.

Este segundo día estaba despejado y más caluroso que el anterior. Llegué a un puesto bajo la sombra de un árbol y decidí hacer un alto para avisar que no me estaba sintiendo bien. Había una médica, que tras dos preguntas (y, posiblemente, al ver mi ropa con manchas de sal) me diagnosticó que estaba excedido de sales. ¿Cómo podía ser? ¡Si me habían dicho que había que tomar suplementos! Quizás porque empecé con agua embotellada que ya tenía sodio, más toda la comida salada que venía consumiendo (papas fritas, pretzels, palitos), más las veces que tomé bebidas isotónicas, más las pastillas de sal, más todo el esfuerzo en el organismo que genera un ultramaratón de montaña, se generó un desbalance electrolítico en mi cuerpo. La recomendación de la médica fue tomar solo agua de río y en pequeños sorbos. Dejar pasar un tranco largo hasta volver a tomar sales, porque eso era la causa del rechazo que sentía por comer y beber, y al llegar al desvío, decidir si quería continuar mi carrera o bajarme de distancia.

Preocupado, llegué a la bifurcación de 120 y 160 km, donde podía hacer un desvío y llegar en forma anticipada a la ciudad. No contaba como descalificación, sino como un simple cambio de categoría. Pero… ¿y la revancha por la que esperé 12 años? Si no completaba las 100 millas de montaña iba a tener que volver otro año… y la estaba pasando realmente mal. No tenía ninguna intención de volver a pasar por esto. Tenía que darlo todo. Pero me faltaban 60 km, y si me alimentaba mal o si me deshidrataba, no iba a poder hacer ni un tercio de esa distancia. Me senté a comer palitos salados y a esperar. Los comía de a dos, despacito, masticando hasta desintegrarlos. Tomaba sorbitos de mis botellas, y esa agua de río que ayer no tenía gusto, hoy tenía un olor espantoso, como a azufre. En el fondo siempre quedaban partículas, una arenilla mezclada con hojitas trituradas que me daba un profundo asco. Resolví tomar haciendo el esfuerzo de no ver el contenido y aguantando la respiración para no sentirle el gusto, técnica que repetí durante el resto de mi carrera.

Cada vez que me sentaba a comer o beber, aprovechaba para sacarme la pesada mochila y darle algo de descanso a la espalda. No tenía señal de teléfono, así que nadie iba a poder asesorarme, tenía que decidir si me desviaba (estaba cerca de Villa La Angostura) o si continuaba con los 160 km. Me daba mucho miedo perder energía y llegar al límite de tener que hospitalizarme, pero me pareció que si bajaba el ritmo y frenaba para comer (en lugar de hacerlo mientras corría o caminaba) iba a poder tolerarlo. Así fue que, a la orilla del Arroyo Ujenjo, con pocas dudas, me levanté y empecé la subida al Cerro Bayo, cuya cima estaba a 1820 msnm.

Para mí era muy importante subir de día, porque cada vez el terreno se volvía más y más técnico y quería estar muy atento a mi entorno. Es verdad que las marcas (pinturas rojas en rocas o troncos) a veces eran difíciles de ver en el día y que los reflectivos eran muy visibles de noche, pero con el día podía ver mejor qué se venía, cuánto había que subir, si el terreno era todo tierra, sendero, piedras… sentía que con el sol podía avanzar más rápido. Pero aunque tuviera buena visión, no dejaba de ser una geografía áspera, peligrosa. A pesar de estar ayudado por los bastones, tenía que subir rocas muy altas y ayudarme con las manos. Insisto con el detalle de que estaba solo: no tenía a nadie adelante ni atrás. Muy cada tanto me pasaba un corredor que estaba en mejor condición física. Esta soledad significaba que si yo daba un paso en falso y caía al vacío y me rompía la cabeza, nadie se iba a enterar. Recién cuando la carrera terminara, el domingo por la tarde, iban a preguntarse dónde estaba yo. Y recién era viernes.

Si la subida al Cerro Bayo era complicada, la bajada no se quedaba atrás. Eran pocos los momentos donde las piedras me dejaban trotar, y en un momento que no puedo precisar, empecé a sentir una molestia en el gemelo derecho. Hasta ese momento, lo único que me venía frenando el ritmo era que estaba comiendo y tomando menos que el plan y no quería gastar todas mis reservas de energía. Cada tanto me sentaba en una roca, comía y tomaba unos sorbitos de agua sulfatada. Si me lo tomaba con calma, podía levantarme y seguir caminando. Si bebía sorbos grandes, me empezaba a doler la panza. Pero ahora, a la falta de energía, le sumaba ese dolor en el gemelo que yo deseaba que fuera una contractura y que, días después, descubriría que era un señor desgarro.

De pronto pasó algo que profundizó mi miedo. No sabía distinguir si mi dolor de estómago eran molestias estomacales o hambre. Eran sensaciones muy parecidas y no estaba en condiciones de arriesgar nada. Con el correr de las horas, a pesar de que me tomaba todo con mucha calma y me sentaba para comer y tomar, el dolor de gemelo crecía más y más. Descubrí que las subidas no me molestaban tanto, porque la pierna quedaba levemente flexionada, pero sí los llanos, aunque los hiciera caminando, porque tenía que estirarla, y ahí aparecía el dolor. No podía correr por falta de energía y ahora por esa molestia, y cada paso que daba, me dolía. Faltaban 40 km para la meta.

En un momento, tuve que volver a prender la linterna frontal. Me resistí todo lo que pude. Ya no estaba corriendo, solo caminaba, cada paso un dolor. Las canciones de mi playlist se iban repitiendo en loop en mi cerebro, mientras hacía cuentas para imaginar a qué hora iba a llegar a la meta. Esas 29 horas holgadas que había imaginado para la segunda mitad de carrera se habían calculado trotando en las bajadas y los llanos, sin descansos para comer y tomar sorbitos de agua.

Volvió el frío, aunque no al nivel de la primera noche. La cabeza iba más rápido que el cuerpo. El miedo de colapsar por no comer suficiente o por deshidratación y el riesgo de la montaña sobre mi vida me daban vueltas y más vueltas. ¿Cómo congeniar el hambre con el asco? ¿Cómo hacer que esa noche pasara más rápido? Toda esa situación extrema empezaba a cobrarse mi salud mental. Mientras caminaba, una mujer vigilaba que comiera y tomara. Yo no quería hacerla enojar, y le ocultaba que estaba tomando sorbos chiquitos en lugar de lo que realmente debía. Estaba haciendo pis de color amarillo oscuro, y tampoco quería que se enterara. «Si freno se va a enojar», pensaba. Y después de varios minutos de ocultarle información a esta implacable celadora, me di cuenta de que estaba solo y que desdoblaba en una persona inexistente esa dualidad de querer cumplir con mi plan nutricional a la vez de que le daba a mi cuerpo lo que podía en ese momento. ¿Me estaba volviendo loco? ¿Cómo estuve tantos minutos normalizando una situación totalmente paranoica e irreal? ¿Era la combinación del cansancio, el sueño, y la absoluta soledad? Hoy, en la comodidad de mi hogar, me cuesta volver a ese estado de irrealidad y describirlo con palabras, pero durante unos kilómetros silenciosos, toda esa situación me pareció absolutamente normal.

Para acallar las voces y el estado de demencia fugaz, recordé eso que usan en La Misión para resolver todo: tirarse a dormir. Me puse a buscar un terreno plano, sin piedras, donde poder tirar la bolsa de dormir. Algo que parece sencillo se puede volver muy complejo, sobre todo si uno es bastante quisquilloso. En ese momento, mi intermedio mío era llegar al Corral Redondo, puesto de control que antecedía la subida al brutal Cerro Oconnor (1900 msnm). Pero no legaba nunca, no sabía bien dónde estaba, y era mejor descansar algo antes de que se terminara la noche.

Finalmente, al costado del sendero, sin que estuviera 100% horizontal, encontré un trozo de tierra donde extendí la bolsa de dormir y el saco vivac. Debo haber tardado más en desarmar y volver a armar la mochila que la media hora que dormí, pero fue suficiente para resetear el cuerpo, la cabeza, y el dolor en el estómago. Me levanté, me vestí, guardé todo y me comí una barrita de cereal. Todavía era noche muy cerrada y mi estado era cada vez más lamentable. Arañazos en las manos, las polainas totalmente desgarradas y colgando de las zapatillas, un bastón deformado por haber hecho accidentalmente palanca con una raíz, la campera nueva totalmente mugrienta. Les ahorro los detalles de todas las veces que me tropecé y me fui de boca al piso, porque son escenas muy bochornosas que quiero pasar rápidamente. Basta decir que tuve la suerte o el destino de caerme siempre en senderos, sobre tierra, y nunca en un río o, peor todavía, sobre rocas.

En la noche, pasado de sueño, uno ve cosas que sabe que no están ahí. La linterna genera sombras en ramas y troncos que dan la ilusión de estar viendo objetos inexistentes. Vi vaqueanos que desaparecían apenas los tenía a un metro. Vi casas, vehículos, e infinidad de espejismos que, gracias a la experiencia en montaña, aprendí a ignorar. Es muy extraño, uno aprende a desconfiar de la vista, sabe que esas personas que se asoman entre los arbustos no existen y que es imposible que haya una bicicleta blanca estacionada arriba de un árbol. Por eso, en medio de ese contexto de no creer en lo que ven los ojos, se vuelve más fantástico cuando aparecen cosas como dos caballos blancos, majestuosos, en el medio del camino (eran reales). O vacas del tamaño de un auto que cruzaban lentamente el sendero al ver acercarse las luces frontales (también, no las estaba imaginando).

Pero muchas veces creí haber llegado al Corral Redondo. A veces esos espejismos de la noche me hacían creer que había una tranquera y eran solo ramas ubicadas en una forma muy precisa, en ese mismo segundo que yo elegía mirar hacia ahí. El ruido de las hojas o de los arroyos en la lejanía también generaban ilusiones, pero esta vez auditivas, y yo escuchaba claramente personas hablando que nunca aparecían. Después de una caminata interminable, apareció el Corral Redondo, con el responsable del puesto roncando profundamente. Me vi en la obligación de despertarlo porque no sabía para qué lado tenía que encarar. Despertó, pidió disculpas, anotó mi número de corredor para acreditar que había pasado por ahí, el horario (5:30 de la mañana), y me recomendó bajar a cargar agua.

Y dijo «bajar» porque, literalmente, había que salir del sendero de la carrera, hacer 100 metros en bajada hasta el arroyo, cargar agua, y volver a subir esa pendiente. ¡No te contabilizaban la subida! Pero ese esfuerzo era necesario. Se venía la montaña más complicada y por unos 14 km no íbamos a poder volver a cargar líquido. Calculé que, caminando como estaba haciendo con ese gemelo malherido, podía tomarme un mínimo de tres horas cruzar ese cerro. Pero me quedé corto: terminaron siendo ocho horas eternas.

Al poco tiempo que empecé a subir por un camino angosto, donde las ramas trababan los bastones y arañaban el dorso de las manos, el sol empezó a iluminar y no hizo falta mantener la linterna prendida. El terreno era muy empinado y yo creía que el haber dejado la noche atrás me iba a reactivar. Pero me tambaleaba y los ojos se me cerraban. Me senté un momento para sacarme la mochila, descansar y comer, pero no me reponía. Sentí miedo (una vez más) porque era tan fácil caerme y tan difícil que me encontraran… En cuanto llegué a una zona abierta y más o menos plana, saqué la bolsa de dormir, el saco vivac, y me tiré a dormir. Habrá sido una hora, quizá menos, pero fue suficiente para volver a resetear la cabeza y no sentir que me estaba jugando la vida. Comí porciones más grandes que las que venía consumiendo, sin desperdiciar el agua, que iba a escasear por las siguientes horas, y volví al sendero.

El dolor del gemelo era una constante. No lo estoy mencionando todo el tiempo para no aburrir, pero cada paso era una puntada. Tenía lugares perfectos para trotar y recuperar el tiempo invertido en descansar, pero no podía. Era demasiado en ese momento. Solo sabía que, aunque caminara, los tiempos me daban para no pasar otra noche en carrera.

Antes de lo que me imaginaba, llegué a la cima del Cerro Oconnor. Alguien de la organización me aclaró que tenía que pasar por detrás de unas piedras, bajar y seguir el filo que se veía al costado. Pero «bajar» no describía lo que vi a continuación: una cadena remachada en la montaña, claramente puesta ahí para ayudar al descenso. Nadie me explicó en la charla técnica cómo se bajaba. ¿Era de frente? ¿De espaldas? ¿Y qué les hacía pensar que yo conocía el método para hacerlo? Decidí tomarme de la cadena con mi dos manos enguantadas e ir bajando hacia atrás. Los bastones se trababan contra las piedras e interrumpían mis pequeños pasos en reversa. Llegué a pensar, con mucha seguridad, «Ok, esta es la parte en la que me mato». De nuevo, si caía rodando por la montaña, recién iban a notar mi ausencia el domingo. Lo curioso fue que, en un momento, la cadena llegaba a su fin, y estaba tan aferrado a ella, con tanta fuerza, temiendo por mi vida, que ahora quería que siguiera, porque había más bajada y ya no tenía nada de lo que sostenerme.

Con mi capacidad disminuida por el cansancio, mi lesión y mi torpeza natural, seguí bajando lo más despacio que pude hasta que el terreno se niveló. Las marcas rojas en la piedra me indicaban el camino que, como no podía ser de otro modo, volvía a subir. Ya había anticipado que había una falsa cumbre, así que, aunque me picaba la garganta por la sed y no podía masticar la comida por tener la boca seca, seguí avanzando. Subí y finalmente hice cumbre. Solo que este tampoco era el final de la subida, sino que había otro ascenso. Me frustró un poco, pero me armé de valor, me apoyé en los bastones, y seguí trepando. Ahora sí, llegaba a la cima… no, momento, esto baja y vuelve a subir. Me senté, comí un poquito (ya no toleraba ni las porciones de comida más chicas), tomé unos sorbos, y bajé para alcanzar la nueva y definitiva cima. Al llegar arriba de todo vi que… no era la cima. Había que bajar y volver a subir. Ya insultaba y avanzaba a regañadientes. Seguro que no iba a volver a pasar eso de subir para bajar y un nuevo ascenso, ¿no? Bueno, sí. Otra vez, falsa cumbre.

Perdí la cuenta de la cantidad de veces que esto pasó. Me mataba que la peor parte la llevaba en las bajadas. Yo solo quería llegar al siguiente puesto, que me iba a dejar a 10 km de la meta. Cada vez que creía que empezaba a encarar hacia el bosque y al final de la carrera, la montaña me daba otra paliza.

Después de horas de estar atrapado en el Cerro Oconnor, finalmente llegué a senderos de bosque. Mientras racionaba los últimos sorbos de agua, empecé a escuchar un arroyo a lo lejos. Me era imposible apurar el paso, pero con mi trote de tortuga, llegue a un arroyito que estaba en una canaleta, accesible estirando el brazo. Me saqué la mochila (cualquier excusa era buena), me tiré al piso y me puse a cargar mis botellas. No exagero, sobrevivir 14 km y un cerro con 5 o 6 cimas con tan solo un litro de agua y comida que no entra, es una locura. Una de tantas que viví en esta carrera.

Un corredor me alcanzó y al verme tirado en el suelo, de espaldas, no sabía si yo estaba desmayado, si me había muerto, o qué me pasaba. Me preguntó si estaba bien y le dije que estaba cargando agua. Ahí me avisó que era mucho más fácil hacerlo 20 metros más abajo, pero yo solo quería tirarme al suelo a descansar.

Seguimos juntos desde ahí, la única parte en toda La Misión donde me acompañó un ser humano. Me había planteado hacer la carrera solo, valerme por mí mismo, pero me vino bien, después de tanta soledad, tener alguien con quien charlar. Y a ambos se nos pasó muy rápido ese tramo, porque antes de lo que nos imaginábamos, llegamos a Eco Huertas, el último puesto antes de la meta. Él era un corredor de 200 km, así que le tocaba una segunda bolsa de aprovisionamiento y de ahí hacer sus últimos 50 km. Yo, saliendo de ahí, giraba para el lado contrario y en 10 km llegaba a la ciudad.

Me ofrecieron entrar a la carpa, algo que pensé que estaba reservado solo para los de 200 km. Me senté en una silla (la primera que venía desde hacía más de dos días) y me preguntaron si quería Coca con hielo. Dije que no, porque odio las gaseosas y no hago excepciones. Pero no escucharon mi negativa y me alcanzaron igual un vaso lleno, con tres cubitos de hielo. No quise ser un maleducado así que le di un sorbo. Fue el elixir más exquisito sobre el que alguna vez se posaron mis labios. ¡No sabía que mi cuerpo quería exactamente esto! Tenía poco gas, estaba muy fría y era muy dulce. Una gran mejoría a esa espantosa agua de río que venía tomando desde hacía 52 horas. Me terminé el vaso y, con cierto pudor, pedí si podía tomar más. Antes de terminar, lleno de azúcar y con energía renovada, les pregunté si podía pasarme a la distancia de 200 km. Por suerte, me dijeron que no.

Ya recargado con el jarabe de maíz de mis dos vasos de Coca, me levanté de al silla, junté mis cosas, cargué agua en una botella (¡venía de bidón y no de arroyo!) y salí de ese oasis llamado Eco Huertas. Tenía que hacer unos metros hasta llegar a la ruta que me llevaba a Villa La Angostura, así que prendí el teléfono y la llamé a Vale. Cuando me atendió y hablé con ella (por primera vez en días), casi me pongo a llorar. «Todavía no, Casanova», pensé. «Guardátelo para la meta». Fue un alivio para ella saber que seguía vivo (para mí también). La extrañé tanto en todo ese terreno hostil… quedamos en hablar después de llegar a la meta. Guardé el teléfono y seguí mi camino.

Antes de llegar a la ruta, que tenía que rodear por la banquina, saqué de la mochila un trofeo simbólico que me venía guardando desde hacía 12 años. Se trataba del cuellito que nos habían dado en La Misión 2012, ese que no pudo cruzar la meta. No sé por qué lo conservé todos estos años. En 2014 lo corté para que fuese un rectángulo de tela y me protegió la nuca, cual gorro de legionario, durante el Spartathlon en Grecia. Podría haberlo tirado tantas veces, pero siempre estuvo ahí, en el fondo del cajón donde guardo mis cuellitos. Muchos los perdí o los regalé, pero ese se quedó ahí, esperando ese día. Así que me lo até a la muñeca, porque ahora volvía a casa.

En la banquina de la ruta me entusiasmé y decidí correr. Me costó, me dolía, pero ya el cuerpo no mandaba sino el corazón, así que logré dar un paso, luego otro, y otro, y finalmente estaba corriendo después de tanto tiempo. Pero los kilómetros al final de una ultra están hechos de chicle y no pasan más. Corrí y corrí y corrí y tan solo hice dos kilómetros. El cielo estaba despejado y el mediodía era implacable. ¿Realmente creía que iba a poder correr 10 km al rayo de un sol fulminante? Decidí caminar rápido, con zancadas largas, y volver a correr cuando supiera con certeza que estaba cerca de la meta. No quería volver a ilusionarme como en el Cerro Oconnor y creer que el final estaba cerca cuando en verdad lo tenía muy lejos.

Los autos pasaban por la ruta y me tocaban bocina. Un auto bajó la velocidad y un joven desde la ventana me preguntó: «¿Te alcanzo a algún lado?». Intenté volver a correr, aunque fuera alternando 100 metros de trote con 100 de caminata, pero el sol estaba tan fuerte que era un gasto energético innecesario. De pronto me di cuenta de que estaba nuevamente racionando el agua que tenía. Cometí el error de llenar una sola de mis dos botellas en Eco Huertas. La otra la vacié porque era de arroyo y no la aguantaba más. Me había parecido que 500 cc de agua me iban a alcanzar. Lo último que me faltaba era desmayarme por deshidratación, a nada de terminar La Misión.

Fueron los 8 km más largos de mi vida. Pero a medida que avanzaba esa ruta serpenteante, cada vez veía más signos de ciudad, más casas, más gente. Reconocí el camino de tierra que habíamos hecho el primer día de la carrera, en sentido contrario. El camino era bastante derecho, pero igual seguía buscando las marcas para confirmar que estaba bien, y más de una vez me perdí y no sabía para dónde tenía que ir. En un momento, alguien me vio dudando y me dijo: «Tenés que ir por el puente». Cuando lo crucé, otra persona me dijo: «Acá a la vuelta está al gimnasio». O sea, la meta.

Y así fue, dejé ese puente atrás y de pronto estaba en el parque, y ahí nomás la llegada. Empecé a correr y mientras avanzaba, las lágrimas querían escapar. Pero estaba tan deshidratado que tenía miedo de que se me hubiesen secado los ojos. No importaba, solo tenía que terminar. Entré al gimnasio, donde empezaron a tocar una campana y a alentarme. Cansado, confundido y eufórico, me perdí adentro del lugar y no sabía a dónde tenía que ir. Me señalaron el arco de llegada, que estaba sobre una rampa que trepé en dos pasos, y finalmente me detuve. Había llegado en 54 horas.

Me sacaron fotos y me dieron un chaleco de polar con el siguiente texto bordado: «Misión cumplida». Cuando logré pensar por un instante, pude llorar por toda esa angustia que tenía contenida, esa sensación de que me iba a morir ya fuera rodando montaña abajo, por deshidratación, o por alguna falla orgánica por falta de comida. Pero había terminado y estaba vivo. Sucio, maloliente, pero vivo.

Pude sentarme a comer unas hamburguesas veganas, a beber gaseosa de pomelo (no tan rica como esa Coca de Eco Huertas) y a volver a llamar por teléfono con Vale. Estaba muy contento hablando con ella, y cuando quise contarle con más detalle lo que había vivido, no pude. «Me cos–» dije, y me trabé. De nuevo: «Me–«. Nada. Una vez más: «Me costó–» y otra vez me quedé sin voz. Cabizbajo, con la cabeza gacha y el teléfono pegado en la oreja, las lágrimas caían y se acumulaban en la punta de mi nariz. Hice fuerza y, con un hilito de voz, finalmente dije: «Me costó mucho comer». Me quebré y lloré todo ese malestar que tuve que aguantar, un esfuerzo que estoy fallando en poner en palabras. Releo toda la angustia que describí en esta reseña y siento que todavía tengo que multiplicarla por 40 para hacerle justicia.

Después de terminar el almuerzo que me esperaba en la meta, me hice unos masajes que tenía reservados. Entonces me pidieron un taxi porque ya no podía caminar. Estaba a 8 cuadras del hostel, pero no había forma de que me mantuviera mucho tiempo en pie. Sin embargo, me las arreglé bastante bien. Me bañé, dormí unas horas, cené afuera con mi amigo Mariano, y a la mañana siguiente compré algunos chocolates para regalar, hice la valija y abandoné el hostel, no sin antes tirar a la basura mis calzas, mis polainas y mis bastones (ya habían cumplido su ciclo).

El domingo volé a Buenos Aires, sin sobresaltos, y Vale me esperaba en Aeroparque para un demorado reencuentro. Sin embargo, el dolor que tenía en los pies y el gemelo no era nada comparado a los niveles a los que llegaría en los días siguientes. Lunes y martes era insoportable. Mis pies eran una publicidad del Noble Repulgue, dar esos 10 pasos de la cama al baño era un esfuerzo enorme, y por la noche me costaba mucho conciliar el sueño por lo incómodo que me sentía. Recién cuando se me ocurrió dormir con los pies levantados fue que se deshincharon y empezó el lento proceso de sanación.

Y en esos pequeños momentos donde el dolor de me daba algo de respiro (porque estar sentado en la computadora hacía que bajara la sangre al desgarro y me dolía), escribí esta crónica, que tiene todos los condimentos para ser la última del blog. Así, épica. «El tipo corrió hasta hacerse flor de desgarro». No era mi intención cerrar así Semana 52, pero tampoco es la primera vez que me rompo y elijo seguir (hice 160 km en el Spartathlon con un microdesgarro en el tibial).

Seamos honestos. No tenía opción. Era una promesa, y no llegar a la meta me obligaba a volver a intentarlo otro año. La pasé tan mal durante esta edición de La Misión, que no no me entraba en la cabeza la posibilidad de volver en otra edición. En este camino hacia la inevitable autodestrucción como es el ultramaratonismo de montaña amateur, siento que me puedo ir por la puerta grande. Hice la carrera que me faltaba, terminé mal pero mejor de lo que me imaginaba (puesto 15 de la general), y tuve el apoyo de mucha gente que confió en mí.

Yo siempre digo que uno nunca corre solo. Más allá de valerme por mí mismo en la montaña, hubo un entrenador que me preparó, hubo gente que me acompañó en los entrenamientos, hubo una nutricionista que me ayudó a armar un plan de carrera, hubo una organización que veló por la seguridad de los corredores, hubo familiares y amigos pendientes, e incluso corredores desconocidos que ofrecieron ayuda. El ultra es un mundo muy solidario. Es una de las cosas que más me gustan de esta actividad.

Así que gracias a todos los que me ayudaron a conquistar este objetivo, en especial a Vale por su infinita paciencia. Sé que odia que haga estas cosas y ver las consecuencias en mi cuerpo. Por eso sabía que tenía un solo tiro para completar La Misión. Ahora que lo conseguí, más allá de los dolores y la actual limitación física, estoy en paz conmigo mismo. Estoy todavía en un estado reflexivo, pensando a qué ritmo sigue la vida ahora que logré todos mis objetivos. Es momento de sanar y, con una mezcla de alegría y nostalgia, de decir: Misión cumplida.

La historia de mi tatuaje

En Septiembre de 2014 cumplí un sueño, que fue correr el Spartathlon. Recorrí los 246 km en poco menos de 36 horas, con un desgarro que me acompañó 160 km y que me dejó con muletas por las siguientes tres semanas. Pero la alegría de completar esa aventura hizo que todo valiese la pena.
Decidí inmortalizar todo este proceso con un tatuaje. Siempre me dieron miedo, pero a la vez intriga. ¿Encontraría alguna vez algo para pintarme en la piel y nunca arrepentirme? La respuesta fue «sí».
Me encanta viajar, me encanta escribir y me encanta correr. Junté mis pasiones en un blog llamado «Semana 52», y quise que mi tatuaje representara eso.
En el hombro está el logo del LionX Team, el grupo de entrenamiento donde me formé y que me acompañó en esta locura. Es un espartano fusionado con un león, y creo que no hace falta describir todo lo que eso representa.
A los costados comienza una tira con el signo del infinito. Me pareció que tenía que ponerle un patrón, y ese me gustó. Creo que voy a viajar, escribir y correr eternamente. Pero esas formas también me representan gotas de sudor, de sangre y de llanto. El camino hasta alcanzar lo que soy hoy fue duro, requirió esfuerzo, y sobreponerme al dolor, físico y mental. Las lágrimas también son de alegría: cuando crucé la meta pude llorar abrazado a mis padres, y es algo que va  a quedar grabado en mi memoria para siempre.

Bajando, sobre el bíceps, puede verse el 7 en números romanos. Es mi primera carrera, una posta de 7 km que hice a mediados de 2008 en Pinamar. Cuando llegué a la meta, Germán, mi entrenador, me abrazó. Yo le dije que no entendía por qué me felicitaba si había hecho muy poco, comparado con otros. Él estuvo acompañándome durante el Spartathlon, fue quien me entrenó todos esos años, y en la meta también compartí un abrazo con él entre lágrimas. Dice que gracias a aquel abrazo después de correr 7 km fue que pudimos tener ese otro abrazo, después de correr 246 km.
Por eso esa distancia es tan importante para mí. Estuve a punto de hacerla en números convencionales, pero me gusta que toda esa información esté semi oculta. Debajo empieza un teclado de computadora, para representar mi escritura. El logo de Batman oculto es porque gracias a que vendí mi colección de cómics (que comencé en 1990) pude pagar mi pasaje y el de mi equipo de apoyo. Debajo se ve otra distancia importante en mi vida: el 42, la maratón.

En el centro del bíceps quise representar al veganismo, la alimentación que descubrí mientras me preparaba para el Spartathlon. Durante la carrera consumí productos libres de proteínas animales y me sentí fantástico. Jamás me faltó fuerza y creo que gracias a que tampoco consumí geles y azúcares fue que no tuve problemas intestinales durante la carrera. Vi a corredores vomitando y abandonando por esto.
Del otro lado está el número 27, la primera carrera completa que hice, 27 km en Pinamar en 2009. Fue la misma que mi debut del año anterior, solo que ahora la hice completa. Tiene la importancia de haberme animado a salir de la largada y no detenerme hasta llegar a la meta. Por debajo continúa el teclado, y abajo quise representar a un corredor bajo la lluvia. Hace muchos años, antes de empezar a correr, vi a un hombre desde el tren que corría en una pista de atletismo, bajo una lluvia torrencial. Estaba solo, y me imaginé que en ese momento él era muy feliz. Cuando corrí el Spartathlon, en el km 42 llovía a cántaros, y me di cuenta que me había convertido en aquel extraño al que envidiaba.
Debajo está el nudo que representa el compromiso. Quise escribir la palabra «Spartathlon» en griego. Además de ser el nombre de esta fantástica carrera, representa las ciudades de Sparta, Athens y London (Esparta, Atenas y Londres), ya que la primera persona en hacer este recorrido en la era moderna fue un inglés, quien unió Atenas con Esparta. También hay una guarda griega, que en realidad es el «52» de mi blog, escondido. Por debajo se ve una cadena rompiéndose, que representa mi lesión y todo con lo que tuve que romper para liberarme y no ponerme límites.
Por supuesto, Filípides tenía que estar. El historiador Heródoto dice que él corrió de Atenas a Esparta en un día y medio, para después volver a pie (¡por suerte el Spartathlon es solo la mitad de lo que él hizo!). Esta figura está en la medalla y es el símbolo de la carrera. Le agregué unas líneas para denotar velocidad, y lo hice apuntando hacia arriba, para denotar progreso y superación.

En el codo puede leerse, en números romanos, el año 2014, que fue cuando corrí, y la distancia, 246 km. Yo no sabía nada de tatuajes, pero resulta que el codo es una de las partes más dolorosas para tatuarse. Es poco comparado con el dolor de mi lesión, tanto durante la carrera como en los días posteriores. Pero creo que es imposible completar un Spartathlon sin sufrir algo de dolor.

Foto del día 18-09-2015 a la(s) 12:53

Más abajo se ve la bandera de Grecia fusionada con la de la Comunidad Europea. Los motivos por los que está la bandera griega no hace falta aclararlos, pero la bandera de la Comunidad representa a mis antepasados españoles e italianos, y el placer que me da viajar. Correr me permitió conocer lugares increíbles a los que jamás hubiese ido. Debo reconocer, además, que mis amigos y mi familia me acompañaron en mucho de estos viajes, y que sin ellos tampoco me hubiese planteado volar a otro país.
En la muñeca cierra otra vez la guarda griega que esconde el número «52». Es un círculo completo, que podría representar el final de un ciclo, y cómo terminé embarcado en esta aventura gracias a que un día decidí entrenar en serio y llevar un registro diario en un blog.
Esta es la historia de mi tatuaje. Quizás viva nuevas aventuras, y tengo el resto de mi cuerpo para seguir completándolo.

El día de Star Wars 2015

El día de Star Wars 2015

La Carrera: La Star Wars Run comenzó en Argentina el 4 de mayo de 2014, exactamente el Día de Star Wars. El origen de esta celebración se encuentra en que la famosa frase «May the Force be with you» («Que la fuerza te acompañe»), suena parecido a «May the fourth», o sea 4 de Mayo en inglés. Lo que empezó como un chiste entre los fans se convirtió en una celebración mundial.

El año pasado, el Club de Corredores y Disney organizaron esta carrera de 6 kilómetros, donde convivían los que disfrutaban de correr, los fanáticos de las películas y los que se encontraban en la mitad.

Ya hacía rato habíamos compartido entrenamientos con el director y conductor Seba De Caro, y cuando me dijo que se quería anotar para correrla, no pude evitar acompañarlo. Quería estar ahí para ser testigo de su primer intento en una competencia, y más en esa distancia, todavía desconocida para él (con el correr de los meses la superó con creces).
Las diferencias de la edición 2015 fueron varias. Primero, Seba pasó a ser el conductor en la previa y la llegada, por lo que no pudo participar como corredor. Pero yo sí, y tenía conmigo a mi hermano Santiago. Esta vez le tocaba a él ser el debutante.

Segundo, la «gran» diferencia respecto a 2014 fue que esta vez se corrían 7 kilómetros. MIentras que el año pasado cada mil metros representaba a uno de los episodios (la trilogía original y la de las precuelas), en esta oportunidad, a pesar de que estamos anticipando el estreno de Episodio 7 el 17 de diciembre (el día de mi cumpleaños, para qué negar ese dato), esta vez no hubo más que carteles indicadores de los kilómetros, con un diseño discreto pero no alusivo a cada capítulo de la saga.

La tercera diferencia, y la que probablemente hacía más divertida esta entrega, fue que se podía optar por correr por el lado de la Fuerza o de la Oscuridad, con una remera azul para los buenos (con el escudo de los Rebeldes) y la roja para los malos (con la insignia del Imperio Galáctico). Yo me puse del lado de Luke y Yoda, mientras que mi hermano encaró para los Sith.

El evento estuvo atestados de fans, muchos disfrazados de pies a cabeza o con máscaras, sables de luz y maquillaje. El público era tan diverso que adelante estaban los que iban a ganar, en el medio los que corrían para llegar, y atrás los que caminaban y sacaban fotos. Todos recorrieron la distancia, se divirtieron y conmemoraron la saga que, a casi cuatro décadas de su debut, sigue capturando la imaginación de gente de todas las edades.

En lo personal, nunca había corrido con mi hermano. No tenemos poderes ni entrenamiento Jedi, pero sí un enorme aprecio porque somos mellizos (aunque por el poco parecido hay quienes dicen que venimos de madres distintas). Él me endiosa porque cree que no podría correr las distancias que yo corro, así que decidí compartir esta aventura con él y que conozca mi mundo desde adentro.

Tuve el buen tino de avisarle un día antes que le había gestionado una inscripción, y pasó por diversos estados: pánico, euforia, nervios, alegría. Finalmente, cada uno con su remera fosforescente, fuimos al Hipódromo de San Isidro y aunque hicieron dos largadas separadas por color de remera, faltando poquitos minutos para que el cronómetro diera inicio a la carrera, fusionaron los dos coloridos grupos y pudimos correr a la par.

Si bien habían prometido hidratación en la mitad de la carrera, no llegó hasta el kilómetro 5. Eso fue duro porque era a lo que le veníamos apuntando. Santiago hizo un esfuerzo enorme, inédito para él, ya que su vida como padre, empleado y músico no le dejan momentos para entrenar. No me separé de él en ningún momento, cuando sentía que no podía más intentaba distraerlo con otros temas, y aunque caminamos en tres oportunidades para recuperar el aire (por muy pocos metros), cruzamos la meta a toda velocidad. La música de la celebración del final de Episodio I nos acompañó en ese sprint final, y fue realmente mágico. Uno de los momentos más emotivos que viví en una carrera, y que promete ser el primero de muchos para la dupla Casanova hermanos.

Lo bueno: La remera, que brilla en la oscuridad, es un hallazgo. Alguien dijo que la de la Fuerza debería brillar en la luz, pero no se pudo. La organización estuvo bien (tampoco fue impecable) para lo que es gestionar a más de 10 mil corredores, más familiares y acompañantes en las gradas. La marea de remeras del mismo color es una vista imponente.

El plato fuerte de esta carrera fue sin dudas la conducción de Seba de Caro. No lo digo yo porque lo aprecio y es mi amigo, sino porque es así. Mi hermano, que solo lo conoce de la tele, lo vio hablando con el público y me dijo «¡Es un showman!». La trivia de Star Wars, la química con el público, todo salió en tiempo, natural y divertido. No imagino alguien mejor para conducir este evento.

Lo malo: La hidratación debió haber estado mucho antes, en mi humilde opinión. Si bien 7 km no es un desafío para un corredor experimentado, los que encaran esta distancia por primera vez deberían tener una «excusa» para detenerse, hidratarse, y seguir. Además estaría bueno que dejaran de dar agua con bajo contenido de sodio, ya que solo está indicada para hipertensos. Quienes estamos bien de la presión arterial necesitamos sí o sí agua CON sodio.

Es imposible que con tanta convocatoria, las cosas no se vayan de las manos. Si bien todo salió de forma muy fluida, cuando los 10 mil corredores fuimos al guardarropas para buscar nuestras cosas y cambiarnos, reinaba el caos. No se sabía cuál era la cola, el orden, y aunque había como 30 personas de la organización organizando las devoluciones, se demoró demasiado. ¿Hay solución para esto? Posiblemente no, y la lección sea que quizá convenga no dejar las cosas en el guardarropas si después vamos a querer irnos rápido a casa.

El veredicto: Star Wars Run es una carrera muy divertida, que hay que vivir de punta a punta (en la previa, la competencia y la llegada). Lo que podía hacerse bien se hizo muy bien, y lo que podía fallar falló muy poco. El crecimiento que tuvo en un año pone la vara muy alta, y seguramente en 2015 la podamos disfrutar con los nuevos personajes que conoceremos este año.

Puntaje:
Organización: 9/10
Kit de corredor: 6/10
Terreno: 7/10
Hidratación: 7/10
Nivel de dificultad: Para cualquier corredor, en especial los que recién se inician.

Puntaje final: 7,25

Terma Adventure Race Tandil 2015

Terma Adventure Race Tandil 2015

La Carrera: Este clásico de las carreras de aventura se corre desde hace 16 años en la ciudad de Tandil. La conocí como «La Merrel Tandil», y en mi inocencia jamás asocié que se trataba de un sponsor, y que actualmente llevaría el nombre de «Terma». Sin embargo, el circuito es muy similar: ha variado levemente con los años, ganando terrenos más interesantes y perdiendo uno o dos kilómetros en el camino. Pero a efectos de esta reseña, diremos que la distancia total fueron los 27 km que declaraba la organización.

El recorrido de esta carrera comienza en la Plaza de las Banderas y es siempre una largada multitudinaria. Es emocionante ver cada año las caras nuevas de los corredores que se animan a conquistar las sierras. Hablar de la belleza de Tandil y su oferta turística sería extenderse demasiado en la reseña, pero cualquier carrera que se realice en esta ciudad tiene el plus de convertirse en unas agradables vacaciones.

Antes de la carrera en sí misma tiene lugar la entrega de kits, donde además tiene lugar una suerte de feria de running donde se pueden conseguir muchos accesorios útiles a precios razonables.

El día de la largada amaneció fresco pero rápidamente el sol levantó la temperatura. En siete años que participo de esta carrera de aventura nunca sentí tanto calor. Los días de marzo, el último del verano, suelen ser bastante cambiantes, y mientras tuvimos que acostumbrarnos a correr con frío o con lluvia, el pasado domingo disfrutamos (y sufrimos) de un imponente día soleado.

El recorrido fue muy similar al año pasado. Tengo la impresión de que la bajada a la cantera tuvo un sendero nuevo, más angosto, donde uno debía agachar la cabeza en ciertas partes. Quizá haya sido parte del año anterior, pero sin dudas es parte de los pequeños cambios en el recorrido que fue sufriendo la carrera. Nunca están de más, ya que aunque la haríamos si el camino fuese calcado, las novedades son siempre bien recibidas para los reincidentes.

Lo bueno: La organización por parte del Club de Corredores y la gente de Tandil suele ser muy eficiente, tanto durante la entrega de kits como en la competencia en sí. Tengo algunas observaciones que voy a dejar para la sección con los aspectos negativos, pero en general se destaca su prolijidad.

El recorrido es óptimo, ya que combina una pequeña parte de asfalto en la largada (en una eterna subida), caminos de tierra, pasto y muchas, muchas rocas. Para quienes entrenamos con responsabilidad todo el año, Tandil es una excelente oportunidad para poner a prueba todo eso que hemos preparado. La primera mitad es una prueba principalmente aeróbica, mientras que la segunda es técnica y aquí entra en juego lo que hayamos entrenado en cuestas. También es un buen entrenamiento en sí mismo para quienes estamos viajando en breve a carreras de montaña, como es mi caso con los 120 km de Patagonia Run. En lo que a mí respecta intenté moverme rápido, con poco equipo encima (solo una botella en la mano con algunas pasas), para aprovisionarme en los tres puestos de hidratación (dos de ellos tenían comida). Así pude probar en dónde estaba parado (no de forma literal) en cuanto a mi potencia de piernas y ver cómo se comportaban mis nuevas zapatillas Asics pisando rocas sueltas.

Lo malo: Aunque el saldo de esta edición de la Adventure Race es positivo, hubo una situación que colmó mi paciencia, y por lo que pude escuchar la de otros corredores. Quienes me conocen saben que soy vegano, y como atleta de alto rendimiento me preocupo mucho por lo que consumo, tanto en lo que respecta a alimentos como bebidas. No creo que los beneficios de las bebidas isotónicas como el Gatorade y el Powerade estén por encima de lo nocivo que es llenarse de azúcar, colorantes y jarabe de maíz de alta fructosa. Pero mucha gente considera que es importante y no está mal que la organización ofrezca este tipo de bebidas. Sí me sigue pareciendo un acto de inconsciencia que el agua de los puestos sea solo la de bajo contenido de sodio. Cualquiera que se dedique a investigar va a poder comprobar que a menos que tengamos problemas de hipertensión, los corredores necesitamos bebidas con un nivel de electrolitos similar al de la sangre. Está bien, la opción es hidratarse con Gatorade, pero quienes estamos harto de que nos llenen de azúcar necesitamos una opción saludable en la que podamos correr más de tres horas sin jugarnos la vida. Para el Club de Corredores esto no es prioritario.

Hasta aquí esto es una apreciación muy personal con la que pocos podrían estar de acuerdo. Pero mientras en el recorrido uno toma su agua o su vaso de Gatorade para beber y seguir corriendo, la llegada a la meta es una combinación de euforia con el cansancio que empieza a hacerse sentir. No tomé la botella de Gatorade que me ofrecieron, y directamente pedí la de agua (con bajo sodio). Salí del corral de la llegada, bebí y me puse a estirar. El sol estaba fuerte, así que fui a pedir otra botella, porque además quería volver, subir la sierra, y acompañar a cualquier corredor de mi equipo que necesitara ayuda. Pero me lo negaron. «La verdad que no nos dejan». La respuesta me sorprendió mucho, en especial porque gasté media botella de mi propia agua en limpiarle un feo corte en la rodilla a una corredora que se había caído, y la otra mitad en un corredor que rogaba a ver si a alguien le sobraba un poco de líquido.

La organización, que es la que prohibió que se diera más de una botella de agua a los corredores que habían pagado su inscripción, no tiene en cuenta que muchos no corremos con dinero para ir a comprar bebida, que traemos lo puesto y que seguramente agotamos toda nuestra bebida en la carrera. Ya no consideran que sea importante el sodio en los deportistas, pero tampoco el calor ni la necesidad de hidratarse. En la carpa médica comentaban que este fue uno de los años en que más tuvieron que atender a corredores que se desvanecían, en consonancia con un día bastante caluroso. ¿Era justo la edición para escatimar el agua? Realmente me frustró y amenazó con amargarme una mañana que, hasta ese momento, había sido perfecta.

El veredicto: La Adventure Race de Tandil es una carrera exigente, bien organizada, pero no por eso menos riesgosa. El terreno es muy técnico como para subestimarlo. Las cosas que funcionan de la organización hacen que uno pueda disfrutarlas de punta a punta si se está preparado, pero lamentablemente a veces a uno lo tratan como un número, en lugar de como un ser humano.

Puntaje:
Organización: 6/10
Kit de corredor: 8/10
Terreno: 9/10
Hidratación: 3/10
Nivel de dificultad: Para corredores avanzados

Puntaje final: 6,50

Los 8 km de la Demolition Race Pinamar 2014

Demolition Race Pinamar 2014

La Carrera: Si tengo que hablar de historia, sin lugar a dudas la Adventure Race de Tandil es la más especial para mí. Esta fue mi primera carrera de aventura, y si no cuento las «maratones» del colegio a fin de año, directamente debería decir que fue mi primera carrera. Era parte de un equipo de postas y cuando terminé la que me correspondía, la última, mi entrenador Germán me abrazó y yo no entendí bien por qué. Subestimé mi esfuerzo y no supe ver, como él, que esto era solo el principio de algo más grande.

En mi debut estaba auspiciada por Merrell, hoy por Terma. El recorrido no varió mucho con el paso de los años, con un terreno casi exclusivamente en arena, con muy poco camino de tierra, calle y el maravilloso campo de golf que es un deleite para los pies. Es una prueba agotadora, no es para cualquiera, pero conquistarla es un placer enorme. Y si tenemos suerte, va a tocar un buen día que amerite pasar unos días en la playa antes o después de correr.

El kit del corredor, como en todas las Adventure Race previas, está compuesto principalmente por dos botellones de Terma que terminan cortando las correas de la bolsa. No me fijé si venía algo más, porque ya estar acarreando el kit por dos tiras colgando me resultó un poco fastidioso.

Lo bueno: Esta clásica carrera de ventura se corre en la ciudad de Pinamar cada año. Si bien todavía es un evento que podría tener mayor convocatoria, va ganando presencia en Facebook a medida que se acerca el día de la competencia, y en cada nueva edición pueden verse caras nuevas.

Es difícil hablar de la Demolition Race, porque después de participar en tres ediciones, podríamos decir que ninguna es igual a la anterior. No importa tu experiencia, cómo era el terreno, nada. Uno se entera a qué se enfrenta estando ahí.

Al ser una carrera chica, la organización se maneja a pulmón, y no es algo peyorativo. El kit del corredor es bastante austero comparado con cualquier otra competencia similar, pero en esta edición la calidad de la remera mejoró bastante de la de 2013, y muchísimo más que la de 2012. Hay un código particular, el de ir a darlo todo, con el que muchos entusiastas podrían identificarse.

Lo bueno: Si bien es una carrera corta, de 8 km, esta edición no fue para nada sencilla. Diversos obstáculos en todo el camino hacen que uno la corra agotado incluso antes de llegar a la mitad. Al menos en esta edición hubo que correr por arena suelta y por el bosque, saltar paredes, subirse a containers resbaladizos, echarse cuerpo a tierra, meterse al agua y la clásica trepada por un muro de tres metros, ayudados por una soga.

Es raro que el día no acompañe en diciembre (aunque podría pasar). En el día de la largada había mucho sol, y el recorrido tenía bastante reparo, sobre todo cuando uno se internaba en el bosque. Los voluntarios asistieron muy bien, ofreciendo ayuda, agua y servicio médico a quienes lo necesitaran.

Lo malo: Si bien, como dije, la organización está hecha a pulmón y los voluntarios le ponen, valga la redundancia, mucha voluntad, el hecho de que nunca hagan un recorrido igual he decidido ponerlo como algo negativo. Es cierto que se trata de una carrera corta, pero en base a la experiencia del año anterior convencimos a muchos debutantes para que participen y terminaron agotados, algunos llorando. La camaradería que tienen los corredores hizo que muchos obstáculos fueran sorteados gracias a la ayuda entre nosotros, como el caso del container cuyo techo era peligrosamente resbaladizo.

Ciertos detalles dan la sensación de que las cosas son medio caóticas. En la largada, la explicación del recorrido y todos los obstáculos que íbamos a encontrar resultaban tremendamente confusos. Arrancamos con unas bolsas que debíamos cargar de, supuestamente, un kilo de arena, pero a mí se me hicieron como cinco, y no había dos paquetes iguales: el de algunos era la mitad que el mío. Y lo peor de todo fue que no alcanzó para todos, algo que debería preverse teniendo en cuenta la cantidad de inscriptos.

Aunque los puestos de hidratación estaban estratégicamente ubicados a la sombra, es muy desagradable hidratarse con agua a temperatura ambiente (o sea, caliente). Entiendo que a veces el clima suma y a veces resta, y también que los recursos están bastante ajustados a una carrera que, todavía, necesita tiempo para crecer, pero cuando uno está en un evento donde quiere darlo todo, espera lo mismo de los organizadores.

Y mi GPS, al que le creo, me dio 7 km. Con lo agotado que estaba, agradecí ese kilómetro de menos, pero no creo que a todos les agrade del mismo modo.

El veredicto: Si bien la Demolition necesita unos minutos de horno para convertirse en una carrera obligatoria en el calendario anual del running, algunos van a encontrar que el hecho de que no haya dos ediciones iguales es un gran componente en el desafío. Lamentablemente no podría recomendarle esta carrera a un debutante, a menos que yo supiera que es fanático de los campamentos militares y que tiene mucha energía para gastar. Yo mismo me considero un corredor experimentado y en el primer obstáculo tropecé y me lastimé mucho la pierna (pero culpo más a mi ineptitud y ansiedad que a la organización). En resumen, la Demolition no deja de ser una experiencia que vale la pena vivir, no para cualquiera, y que tiene muchas cosas que ajustar.

Puntaje:
Organización: 6/10
Kit de corredor: 3/10
Terreno: 10/10
Hidratación: 6/10
Nivel de dificultad: Para corredores experimentados o debutantes suicidas

Puntaje final: 6,25

Semana 52: Día 364: La Espartatlón 2013

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Ayer escribí un post, mientras se largaba la carrera de calle más soñada por mí: La Espartatlón. Hoy estoy escribiendo esta nueva entrada… ¡y la carrera todavía no termina! Acá no hay gente que para a descansar, se duerme una siesta… no, estos verdaderos guerreros del running no se detienen, o al menos dan todo de sí mismos para encontrar su límite o la gloria.

Comenzaron 323 corredores. Con unos 75 puestos de control en los 246 km del maravilloso recorrido, las informaciones se van conociendo cuando los atletas los van pasando. Lantik el holandés va a la cabeza, y al principio era seguido por Mike Norton… cien metros de diferencia, a veces se pasaban mutuamente. Pero en Corinto, a las 14 horas de carrera, por el puesto 26, Lantik iba cómodo y le había sacado un puesto de ventaja a Norton, quien comenzó a perder fuerzas por un dolor en la cadera. En el primer tercio de carrera abandonó el 18% de los corredores, que se enfrenta a temperaturas de 30º al sol y 10º en la noche. Oliveira, de Portugal, permanece segundo mientras escribo estas líneas, acercándose cada vez más a Lantik. La cabecera va por el puesto 57, y todavía queda mucho camino por recorrer.

Y, aunque usted no lo crea, este blog se termina hoy. Bueno, más o menos. Termina este tercer año, que fue el segundo intento en que quise correr esta fantástica carrera. La primera vez, en 2012, no pude porque no cumplí el requisito de correr 100 km en 10:30 hs (llegué a 70, vomité y pedí clemencia). Este año lo logré (lo hice en 10:14), pero cerraron las inscripciones porque no había cupos y la lista de espera llegaba a 194 corredores. Siendo que no arrancaron los 350 atletas del límite máximo de participantes, podría haber ido… pero necesito estas 52 semanas que quedan por delante para entrenar mucho.

He decidido que esta, la cuarta temporada de Semana 52, sea mi mejor momento. Física y mentalmente así lo siento. El desafío será mantenerlo y seguir mejorando durante 2014. Sé que lo voy a lograr, tengo la motivación y gente idonea que me asesora. Me gustaría estar ahora allá, sí, pero me siento sospechosamente conforme con cómo se fueron dando las cosas.

Mañana el contador vuelve a empezar. Ahí voy a resetear el cuentakilómetros y veremos con cuánto llego a septiembre de 2014. Ojalá que sea desde el otoño griego, bajo su sol radiante y caminando por esas calles llenas de historia. ¿Caminando? Debería decir corriendo…

Semana 50: Día 346: Críticas a la Media Maratón

Yo disfruté mucho de los 21k de Buenos Aires. En lo que a mí respecta, fue perfecta. Hice mejor tiempo del que esperaba, el sol acompañó, vi a muchos, muchos amigos (todos hechos gracias a correr) y durante el trayecto, además de transitar lugares increíbles, tomé y comí lo que me hizo falta, provisto todo por la organización.
Por eso me sorprendió el tono de muchas críticas que leí ayer y hoy. La incuestionable, que la viví a través de mis compañeros de Puma Runners, fue el caos absoluto del guardarropas. Vane lo dijo muy bien, después de hacer 40 minutos de anárquica cola: «Esto es el último contacto que tiene la organización con el corredor. Si te quedas con esta impresión, te arruinan la carrera».
Quizás el anonimato de Facebook haya ayudado a que muchos se descargaron en la página oficial de la media maratón si ninguna clase de filtro. Todos hablaban del guardarropas, pero también de los chips descartables que se despegaban. También la desorganización de la llegada, donde se amontonaba la gente que ya había corrido. Independientemente de que debe ser muy, pero muy difícil ordenar a miles y miles de participantes, hay cosas que creo que son responsabilidad de los corredores. Despejar el área de llegada está en cada uno. Vi a gente tirada en el piso estirando, a 10 metros del fin del corralito. ¿Hacía falta? Después está esa obsesión que no entiendo de terminar de correr 21 km y ponerte a hacer una larguísima fila para que te saquen una foto y la publique una conocida publicación de running. Era como si regalaran algo… ¡Solo les regalan publicidad! Además, estaban estratégicamente ubicados para agarrar a los participantes apenas salían, en lugar de hacerlo a un costado. La cola era tan larga que, obviamente, entorpecía el flujo de los finishers.
Otro reclamo que me parece es compartido (si no es exclusivamente culpa nuestra) es la cantidad de basura. No es para nada difícil usar la misma bolsa que daban de promoción para tirar ahí nuestras cosas, hasta que encontremos un tacho.
La crítica más absurda que leí no fue de parte de corredores, sino de vecinos que estaban molestos haber sido despertados por los gritos de los corredores y la música de Los Beatles. «Piensen en los vecinos», pedía, como si una carrera como esta no pusiera al barrio ya la ciudad en un valor más alto. Para cerrar, proponía trasladar estas competencias a la Reserva Ecológica, como si 17 mil personas pudiésemos completar 21 km ahí adentro.
Creo que el hecho de que haya tanta gente compitiendo le termina jugando en contra. Por un lado, estos números son muy difíciles de manejar (poco tiene que ver con idoneidad), y por el otro, no se puede complacer a todo el mundo…

Semana 50: Día 345: La Media Maratón de la Ciudad de Buenos Aires

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Ayer intuí que hoy iba a ser un gran día. No me equivoqué.

Faltan tres semanas para que termine este año y complete las 52 semanas. No se va a caracterizar por alguna gloriosa carrera en la que haya participado, sino que ahora que miro hacia atrás veo que podría haber llamado a esta temporada como «Un atleta vegano». El cambio en mi alimentación fue el más importante, y el no haberme podido inscribir en la Espartatlón por falta de cupo hace que mi meta máxima espere un año más.

Pero eso no quiere decir que no haya tenido muchos logros personales en este tiempo, tanto a nivel personal como deportivo. «Orden es progreso», me dijo hoy Juanca al teléfono, antes de volverse a Venado Tuerto. Y lo dijo felicitándome por mi departamento y cómo está todo organizado. Ser vegano también implica tener mucho orden en la cabeza y en la cocina, y también es un requisito para conquistar metas.

Hoy corrí los 21 km de la Ciudad de Buenos Aires, sin pensar que iba a ser la «última» carrera de esta temporada de Semana 52. Seguro, en un mes está la Maratón, pero eso ya va a entrar en la nueva temporada, de cara a la Espartatlón. No lo venía pensando mientras corría por mis calles, pero sí me dije, y me lo repetí muchas veces, que esta tenía que ser la última vez que buscaba velocidad. Es hora de intentar alcanzar distancias, superar la barrera de los 100 km y vivir para contarlo.

No es casual que haya mencionado a Juanca, ya que este fiel lector del blog, que hoy es un amigo, vino a correr esta media maratón y aprovechamos para vernos en persona. Confirmé que Juanca no es un ser virtual, sino que existe y es en 3D. Él es vocero de Espera por la Vida, y nos trajo a todos los Puma Runners unas pulseritas hechas por él mismo para correr por Benicio, el chiquito de 8 meses que fue operado del corazón. Si hubiese una forma de medir esta campaña íntima (pero no menos importante), debería decir que fue un éxito, porque mientras las repartíamos hoy, a las 7 de la mañana, una corredora desconocida se acercó, y al escuchar la historia pidió una para ella.

Yo soy ansioso, y eso de coordinar para que gente de Pilar y San Isidro se levanten en horario, salgan de sus casas y consigan dónde estacionar, todo previo a la largada de una carrera, era algo que me tenía un poco nervioso. Teníamos que repartir kits todavía, más las pulseras, sacarnos unas fotos para seguir promocionando la importantísima labor de concientización de Espera por la Vida, ir al baño, dejar las cosas en los guardarropas y buscar nuestro lugar en la salida. ¡Era mucho! Pero dije que iba a ser un buen día, y todo nos salió bien (bueno, casi todo… a uno de los Puma Runners se le rompió el auto camino a la carrera y se quedó en su casa, maldiciendo por su suerte).

Entre los amigos que estaba ahí conmigo y que también hice con el blog estaba Nico, otro «loco» que descubrió el poder del running. Ni hace seis meses que entrena y hoy hizo la media maratón. Ir a una carrera tan linda, con tus amigos de siempre y los nuevos, es más de lo que cualquiera podría pedir.

Con Marcelo, asiduo compañero de aventuras, y Nico, nos fuimos abriendo paso entre los otros corredores y nos pusimos lo más cerca (humanamente posible) de la largada. Aunque teníamos el arco bastante cerca, pasamos por debajo cuando el cronómetro ya marcaba un minuto de carrera. Para mí eso es clave, porque con 17.500 inscriptos se hace un importante embudo. Más relajados, el resto de los Puma Runners arrancaron de más atrás, y cruzaron la línea de largada como a los cinco minutos.

Correr era físicamente complicado, porque la gente no terminaba de abrirse. Cuando encontrábamos un hueco nos metíamos a toda velocidad, pero enseguida teníamos que frenarnos. Veníamos por Figueroa Alcorta, y después de ver a un montón de gente improvisar un «carril rápido» por la vereda, nos mandamos. Recién ahí pudimos ir a buena velocidad, buscando siempre despegarnos del malón.

El recorrido de este año fue distinto, y no nos metimos en Libertador por la calle Dorrego. Pero cruzamos las vías del tren por debajo del puente, que es algo que a mí me encanta. Sé que puede parecer algo bastante trivial, pero es una curva donde los autos pasan quemando llantas, y no solo me encantan las formas y los colores del metal y el ladrillo formando esa estructura, sino que disfruto cada vez que le ganamos un cachito de espacio al tránsito.

Mi reloj marcaba una velocidad de 4 minutos 10, y a veces lo bajábamos. Hasta ese momento le creía al bendito aparato. Los shows de música y baile que están alternados con la hidratación le da otro color a la carrera, y me di el gusto de acompañar algunas estrofas de una canción de los Beatles mientras iba corriendo. El clima era espectacular, y la remera me empezó a dar calor, así que me la saqué. La llevé en la mano todo el recorrido, y supongo que cuando vea las fotos de la Media Maratón me voy a poder encontrar más fácil. Habrá que buscar al espantapájaros.

El recorrido tuvo algunas diferencias, pero ciertas partes se mantuvieron, como pasar por el Obelisco, la Casa Rosada, Plaza de Mayo, el Cabildo… no hay carrera más turística que esta (bueno, quizá la maratón, pero también es una competencia mucho más dura). Por Retiro me separé de Marcelo, y aunque quería correrla con él, pensé que en un momento me iba a cansar y que no iba a poder seguirle el ritmo. Pero no sé qué me pasó, estaba como poseído por fuerzas desconocidas. No podía bajar el ritmo, venía abriendo la zancada y corriendo con todo el corazón. Me di vuelta varias veces para buscarlo pero dejé de verlo. Paré para tomar Gatorade (y no volcármelo todo encima) y aproveché para buscarlo entre los miles de corredores… pero nada. Decidí seguir y ver hasta dónde podía apretar.

Estuve todo el recorrido yendo rápido, pero cómodo. Podría haber ido más tranquilo y disfrutado más del paisaje, pero para mí lo importante era que estaba haciendo un muy buen tiempo y que nada me preocupaba. En un momento mi GPS dejó de coincidir con los carteles de kilometraje de la organización. Yo tenía un kilómetro 100 metros de más. ¡Era demasiado! Le preguntaba a otros corredores que miraban sus relojes y el mío era el único desfazado. Me hizo sonar algunas alarmas en la cabeza, porque uno regula en base a lo que le falta, y mil metros es una enorme diferencia en la que uno tranquilamente se puede quemar… pero decidí que mi reloj solo me marque el tiempo que venía corriendo, y la distancia la medía con los carteles.

Tomé un par de vasos de Gatorade, que igualmente estaban llenos hasta menos de la mitad, y tres botellitas de agua (otro punto a favor de esta carrera es que el agua… ¡tiene sodio!). También me hice de algunos trozos de banana, y quise comprobar que con eso me alcanzaba para tirar los 21 kilómetros. No me equivoqué. He tenido fondos en entrenamientos donde aguanté con menos. Dejo los geles para la maratón o las carreras más largas.

Otra de mis partes favoritas de este recorrido es subir la autopista. Ahí, más que nunca, recorremos a pie un camino absolutamente vedado a los peatones. Además, el sol brillaba fuerte y calentaba la piel. Me agradecí por la iniciativa de estar corriendo en cuero.

El paso bajo nivel, que yo creía que era la parte más dura de la carrera, me resultó menos temible de lo que recordaba. Quizá el entenamiento, sobre todo en cuestas, ayuda, además de que me acostumbré a distancias más largas y no lo hice tan cansado. Me sirvió que hayan cambiado el punto de largada, corriéndolo unos 200 metros. Al estar llegando, después de meternos un tramo por los lagos de Palermo, la meta se vislumbraba mucho mejor, y al tener todo ese trayecto bastante memorizado, hasta parecía que estaba más cerca. Recurrí a todo mi entrenamiento, en especial de técnica, y levanté los tobillos para dar zancadas más largas y ganar velocidad. En la entrega de kits me encontré con un lector de este blog, Diego, al que le dije que me conformaba con hacer un tiempo de 1:45, y a medida que me acercaba al cronómetro oficial, pude ver que estaba por debajo de los 90 minutos. Culminé mi media maratón con un sprint furioso, grité «¡¡¡ESPARTAAA!!!» y frené mi reloj en 1:26:45. ¡Mucho mejor de lo que me animaba a imaginar!

Mi alegría era inmensa. No sé en qué ubicación estoy de la general, pero es algo que no me importa tanto siendo que le gané a la única persona que realmente me importaba, que era yo mismo. En 2010 hice esta misma carrera en 1:57, y sacarle media hora es bajar el tiempo un 25%. Realmente, no puedo pedir más.

No me lesioné, no me dolió absolutamente nada, no sentí sed, ni hambre, y después pude compartir experiencias de carrera con amigos, como los de Actitud Deportiva, que conocí en Yaboty. Fue una experiencia realmente impresionante, y con esa marca de reloj, la página oficial de la Maratón dice que en Octubre tengo que hacer los 42K en 3 horas 5 minutos. Me mojó la oreja y me siento muy lejos… pero me prometí solo priorizar los fondos y no la marca horaria…

Hablando del reloj, cuando volví a casa quise investigar por qué me había dado tanta diferencia. Además, en el resumen de la carrera me decía que mi velocidad máxima había sido… ¡45 kilómetros! ¿Qué le queda a Usain Bolt y todos los campeones velocistas si yo puedo terminar una maratón en una hora? Cuando descargué a Movescount la información del recorrido, pude constatar que bajando Corrientes hacia la Avenida Alem metí un pique, aprovechando el desnivel, y doblé muy cerrado. Según el Suunto eso lo hice a 1:33 minutos el kilómetro, algo que quizá sea imposible para un ser humano, pero definitivamente nunca lo podría hacer yo. Quizá un satélite explotó en el espacio, o había alguna clase de interferencia, pero viendo el recorrido era como si hubiese cruzado para correr por adentro del Centro Cultural Bicentenario. Luego viene una parte en la que al parecer hice un zigzagueo yendo de vereda a vereda de Alem (el tráfico no estaba cortado), y en lugar de subir hacia la Casa Rosada, me desvié hacia Ingeniero Huergo, rodeando la Plaza Colón, a velocidades asombrosas que nada tenían que ver con el recorrido. Ahí está ese kilómetro con cien metros de más que me descolocó la segunda mitad de la carrera. Una pena, porque hasta ahora mi historia con el reloj Suunto era de amor incondicional.

Volviendo a la media maratón, el punto más flojo de la organización, hay que decirlo, fueron los guardarropas. Mientras que el año pasado fue un ejemplo, con sectores separado por rangos de números de corredores, esta vez fue un verdadero caos, con un solo cubículo habilitado (y los demás extrañamente cerrados) y mareas de corredors que querían sus cosas para irse a su casa. La inexperiencia no cuenta como excusa, menos cuando un año atrás la cosa fue absolutamente lo opuesto. Yo, por suerte, tenía mis pertenencias en el auto de Nico, pero los miles de atletas que tienen este último contacto con la organización de la carrera se quedan con un mal sabor de boca.

Quedan 5 semanas para la Maratón de la Ciudad de Buenos Aires. Esta media es la última carrera de esta temporada de Semana 52, y para mí ha sido un maravilloso cierre. Los 42K van a ser la primera de la que seguramente sea la temporada final de este blog. En 55 semanas quiero estar uniendo Atenas con Esparta, un sueño para el que no voy a querer seguir esperando…

Probablemente una de las claves para ganar tiempo, además de salir bien adelante, fue no correr con el celular, sacando fotos. Por suerte lo tuve a Nico, que logró capturar muchos momentos espectaculares de los 21 km, que gentilmente comparte a continuación:

Semana 48: Día 334: Memorias de un ultramaratonista inexperto

Ayer comentaba, al pasar, sobre mi agotador paso por la Patagonia Run 2012. Estaba participando de los 100 km y fui con muy poca idea de lo que era realmente esa experiencia. No lo entendí en ese momento, pero me cambió mucho mi forma de ver los ultratrails. Después de esta carrera, en poco más de un mes, intenté correr los 100 km de la Ultra Buenos Aires en menos de 10 horas y media. No sé si fue muy pronto y me quemé, creo que ahí tampoco tenía mucha experiencia.

Pero fui con mucho optimismo, con una cámara para filmar y sacar fotos de los paisajes, y se convirtió en un registro de lo que pasaba por mi cabeza. Verlo hoy, un año y medio después, resultó muy revelador. Primero, porque menciono cosas sobre mi vida que han cambiado mucho. Pero por otro lado, hay un cambio de actitud entre el durante y el después de la carrera. Además, al estar pensando en voz alta, me prometo cosas que nunca cumpliré, como no volver a correrla. De hecho, a pesar de todas mis penurias, estoy esperando con ansias la edición 2013 para inscribirme… y volver a ir a sufrir.

Subí los videos así como los filmé, sin editarlos (porque no sé hacerlo). Pero creo que los más jugosos son los del medio.

Semana 47: Día 327: Lo que Yaboty nos dejó

Cuando terminé mis 9 horas y media de ultra trail, pegué inmediatamente onda con los muchachos que atendían el stand de agua misionera en Yaboty. Me ofrecieron algo de tomar y una silla. Ahí mismo me preguntaron de la carrera, el clima, e intercambiamos anécdotas de esfuerzos descomunales (uno había caminado de Liniers a Luján y me prometió que nunca lo volvería a hacer).

El clima esa distendido y todos estábamos conformes. O casi.

Mi saldo de Yaboty, aunque no hayan sido 90 km (sino 79) es más que positivo. La sufrí mucho, pero el placer de cruzar la meta a pie es incomparable. Sin embargo, cuando llegué al albergue se armó  una mini cumbre de corredores indignados. Me sentí minoría por lo que me limité a escuchar.

Mi propia crítica, que no la dije en voz alta, fue que el agua fuese baja en sodio. Pero como ya la pasé mal en otras carreras, aprendí a no depender de nadie (o de hacerlo lo mínimo indispensable). Otros corredores no fueron tan previsores y estaban indignados por la poca comida de los puestos. Al parecer era menos abundante que el año pasado, pero me parece demasiado jugado suponer que las organización va a darnos todo lo que necesitemos. Otros se quejaron de que habían prometido Coca Cola en al menos cuatro puestos (solo había en dos). Quienes me leen saben mi opinión sobre esta horrorosa bebida, así que ni lo noté, pero todos coincidimos en que ese cañaveral abierto a machetazos era un peligro. Yo, sin ir más lejos, me corté las piernas y las manos en una misma caída. Pero no sé si da para molestarse con la organización por algo así. Nadie busca un circuito fácil, que no represente un desafío. Obviamente que en ese momento me acordé de toda la familia de Fede Lausi, pero ahora me quedan las anécdotas y el orgullo de haberlo superado.

Otra queja en la que muchos coincidían es que casi todos se quedaron sin hidratación entre el puesto cuatro y cinco, en la mitad de la carrera. Quizá haya tenido que ver con que el circuito era nuevo, y es algo que tendrán que pulir. Cuando se me vació mi mochila hidratadora me puse a buscar un arroyo donde beber, el sol pegaba tan fuerte y tenía boca tan seca que empecé a juntar ánimo para tomar unos sorbos de charco embarrado. Por suerte no tuve que recurrir a las lecciones de Bear Grylls y en el puesto cinco cargué todo el Powerade que mi espalda podía soportar.

Todos los corredores somos perfeccionistas, o eventualmente tendemos a eso. Yo quisiera mejorar mi desempeño, al punto que me estuve preguntando si no era mejor ponerme contento con mi logro y pasar al próximo.

No me cabe duda que Yaboty puede mejorar (de hecho lo ha estado haciendo), pero sería un necio si no reconociera que en casi todos los aspectos funciona a la perfección. Entonces, ¿qué nos dejó Yaboty? Experiencia, anécdotas, y cosas a mejorar. No sé si se puede pedir más…