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Correr 246 km… otra vez

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«Vamos que te quiero ver lagrimear en la llegada», me gritó Charly desde su auto. Hacía casi 24 horas había llegado en su chata para asistirme en el Ultra Desafío, la prueba que emula al Spartathlon pero que se hace acá nomás, en Argentina. No tenía planificado llorar (aunque finalmente lo terminé haciendo, con lluvia de mocos y todo), pero aunque estaba a menos de una hora de terminar los 246 km que separan el Obelisco de San Nicolás, no era la primera vez en esa carrera que mi cara se empapaba de lágrimas.

Vayamos unas horas más hacia atrás. Estaba corriendo solo hacia Gobernador Castro, un pueblo que nunca hubiese visitado si no hubiese sido por el Ultra Desafío. Me había unido oficialmente a la organización después de su segunda edición, en el año 2017, luego de haber participado como corredor, subestimado el clima de Noviembre y sin haber llevado suficiente abrigo para la noche. La carrera se terminó suspendiendo en el km 145 (seguramente encuentren mi reseña de aquel año en este blog). La comisión directiva de esta prueba (que a veces cometemos el error de llamar «carrera» porque oficialmente es un «megaentrenamiento financiado en forma colaborativa») organizó una cena para cerrar el año y sumarme como organizador. La cita fue en la casa de Ale Fasano, tremendo y carismático ultramaratonista que contestaba todos los mensajes del grupo de Whatsapp con audios y que tenía una risa simpática y muy contagiosa. Me gustaba correr con Ale y su esposa, Gloria. Los dos tenían un ritmo que me resultaba cómodo y siempre estaban atentos a esos consejos que a veces doy sin que nadie me los pida.

La última vez que corrí con Ale fue en uno de los relevamientos del Ultra Desafío. Cada año solemos correr distintos tramos para ver que todo sea seguro para la carrera, estudiar si hay caminos mejores y, ya que estamos, entrenar un poco. Gobernador Castro está a 60 km de la línea de llegada, algo que para muchos puede ser una distancia imposible de hacer en toda su vida, y que para nosotros es «ahí nomás» de la meta. Con Ale nos dijimos «¿Te imaginás cuando estemos corriendo por acá?», porque además de organizarla, era la carrera que soñábamos correr y terminar. Era el año 2018, nuestro deseo era hacer esos 188 km y que el envión nos llevara como sea hasta la Basílica de San Nicolás. A los pocos días de haber corrido por este pueblo, quizás un par de semanas después de habernos confesado el sueño compartido, el corazón de Ale se detuvo mientras dormía. Fue un golpe durísimo para todos, algo injusto e inexplicable. Dudamos si continuar con el Ultra Desafío o no, pero algunos decidimos hacerlo, al menos como un homenaje a él y a ese sueño que quería para sí mismo y para todos los que pudieran sostener un esfuerzo de esa magnitud.

El Ultra Desafío de 2018 fue raro. Casi estábamos viviendo juntos con Vale (lo oficializamos empezado el año 2019) y ella se iba metiendo de a poco en mi mundo de ultramaratones. Un exceso de entrenamiento combinado con no reemplazar calzado muy gastado me generó una tendinitis aquileana. No había podido entrenar todo lo que quería, no sabía qué comer y había salido corriendo al ritmo de alguien que quiere ganar este tipo de ultramaratones. Cuando llegué al check point 3, en Zárate, miré a Vale a los ojos y le dije que quería abandonar. Ella me acarició mi cabellera transpirada y me dijo «Vamos a casa».

El Ultra Desafío de 2019 fue más raro todavía. Logré recuperarme del tendón de Aquiles, pero quedó «algo» ahí. No me casé por capricho, amo a Vale, se convirtió en la compañera que necesitaba, así que quería pasar más tiempo con ella. Salir a correr, algunas veces, no pareció prioritario. Tampoco cuidarme con las comidas. O sea, muchos nos casamos para poder dejar de cuidarnos, ¿no? Bueno, yo me casé por amor, pero algo de eso empezó a jugarse en mis hábitos. En algún momento me cayó la ficha: había perdido el hambre. No me refiero a las ganas de comer, sino el ansia de los objetivos, de superarse, de desafiar los límites. En 2014 estaba en Grecia, corriendo el Spartathlon, con el estómago cerrado, obligándome a comer, ignorando un desgarro en el tibial derecho, jurando con ojos chispeantes y espuma por la boca: «De acá me sacan con las patas para adelante». Pero hoy ya no tengo ese fuego en mi interior, no sé en qué momento lo perdí (quizás en el momento en que llegué a la meta del Spartathlon). Esa falta de hambre, de cara a este tercer intento de completar el Ultra Desafío, me preocupaba.

Igual empecé a cuidarme con las comidas. Bajé de peso (perdí mucha grasa pero también un poco de músculo). Prioricé entrenamientos en cuestas y escaleras para darme calidad sobre cantidad. Cambié viajes en tren y colectivo por trotes. Fui a votar todo transpirado, intentando que las gotas de sudor no cayeran sobre las boletas del cuarto oscuro. Pero por sobre todas las cosas prioricé no lesionarme. Llegar a la línea de largada sin haberme roto antes. Para romperme estaba la carrera.

Las semanas previas al Ultra Desafío 2019 fueron difíciles. Mucho estrés en el trabajo (amo a la editorial, incluso cuando me lima el cerebro) y de todo por resolver. ¿Iban a entregarme la ropa a tiempo en la lavandería? ¿Qué iba a comer durante la carrera? ¿Cuándo iba a tomarme el tiempo para comprar lo que me faltaba? Resolví las cosas como pude, aprovechando los pequeños espacios de una agenda repleta. Tomé muchos de los consejos de Romina, mi nutricionista; los que funcionaron en el pasado como los que se agregaron en las últimas semanas, y armé un archivo Excel con todas las paradas de la carrera. Ahí tenía 58 puntos hasta la meta con 8 check points que tenían un estricto horario de corte. Quise hacerlo sencillo pero no pude. Empecé a poner en una columna el número de puesto, luego el kilómetro en el que estaba, la distancia hasta la siguiente parada, al lado horario en el que abría y en el que cerraba, qué iba a comer, a qué hora estimaba pasar por ahí y cuánto tiempo creía que iba a tardar al siguiente puesto. Puede parecer sencillo, pero estuve tres días armándolo. Lo imprimí la tarde previa a la carrera. Hice tres copias y una de tamaño bolsillo para mi riñonera. Volví del trabajo a casa para terminar de prepararme y descansar, convencido de que me iba a ir a dormir a las 9 de la noche, pero terminé apoyando la cabeza en la almohada a las 11. La alarma sonó a las 3:30 de la mañana, desayuné, junté mis cosas, me despedí de Vale y me fui al Obelisco.

La carrera largó puntual a las 5, antes de que saliera el sol. De los siete corredores que partimos era el único representante de la organización, así que todos dependían de que los guiara. No me esperaba esa responsabilidad, tenía una idea muy vaga de cómo avanzar por las calles de Capital. De hecho casi nos hice tomar un camino completamente equivocado, hasta que alguien se dio cuenta y nos corrigió el curso. Empezó a amanecer, el clima estaba ideal para correr. En cada puesto sacaba mi listita y leía qué me tocaba comer o beber. Recibí algunas burlas por mi machete, pero poco tiempo después demostré su efectividad.

No puede ser un Ultra Desafío si el clima no hace de las suyas. Empezó a lloviznar y si me quedaba quieto en un puesto, empezaba a tiritar. Corriendo se pasaba inmediatamente. Me mantenía conectado con Vale, que hasta último minuto me preguntaba si necesitaba que me trajera algo de casa. El plan era que Charly la levantara con la chata en casa, para luego sumar a Juan Pablo, y que en el km 90 me estuviesen esperando para hacerme asistencia hasta la meta. Ese punto de encuentro no era caprichoso. Era el Atalaya de Zárate, donde había abandonado el año anterior por mi tendinitis. Ahí donde Vale me peinó con ternura y me llevó a casa a descansar era donde yo había decidido que empezaba oficialmente mi carrera. Casualmente (o no) fue el puesto donde dejó de llover. Eran las 15:30, llevábamos 10 horas y media corriendo y el sol partía la tierra.

En este punto estaba Gloria preparada para hacernos masajes. Involucrarla nuevamente en la carrera, después de la pérdida de Ale, parecía necesario para todos. Me alegró mucho tener su asistencia, sentí que continuaba un legado. Ya había aprendido del Spartathlon que los masajes en una ultra tan larga hacen mucha diferencia. Sumado a que ahí comenzaba a tener a Charly y Juan Pablo para que se alternaran corriendo me daba confianza de que iba a llegar a la meta. Recuerden esto: yo ya no tenía el hambre de 2014. Nadie me iba a sacar con las patas para adelante. Ya había abandonado el Ultra Desafío en dos oportunidades. ¿Qué podía cambiar este año?

Mi equipo consistía en Juan Pablo y Charly, dos corredores a los que estoy entrenando, quienes iban a hacer 60 km cada uno para dejarme aproximadamente a 30 km de la meta, donde los horarios de cierre indicaban que caminando se llegaba a la meta. Pero muchas cosas podían pasar en los 214 km previos y para eso estaba Vale con su listita de comidas, kilómetros y horarios. Ella se encargaba de tener todo listo en los puestos, de decirme cuánto faltaba para la próxima parada y de sostener una promesa. Le exigí que, por favor, no me dejara abandonar. Si le decía que quería bajarme del Ultra Desafío, ella debía dejar de lado sus instintos matrimoniales y obligarme a continuar.

A diferencia de otras carreras, me sentía bien. Sospechosamente… fuerte. Entero. Con energía. ¿Era la comida? Por supuesto que lo era. Planificar recibir unos 40 gramos de hidratos de carbono y 500 cc de líquido por hora (y cumplirlo) hacía que estuviese de pie, trotando y sin ganas de volverme a casa. Juan Pablo y Charly se alternaban 10 km cada uno, trotando o al volante. Las horas pasaron, bajó el sol. Si llegar al kilómetro 90 era el primer desafío, el segundo era pasar la noche. No puedo decir que hacía frío, pero salía de cada puesto temblando. Algunas partes de la carrera son sobre banquina, y aunque teníamos la escolta de Gendarmería Nacional, me daba bastante miedo correr tan cerca del tráfico. Tomamos medidas de seguridad extra, algunas obligatorias y otras opcionales: chaleco reflectivo, luz frontal y una linterna que me enganché en el brazo, apuntando hacia atrás, pensando en el tráfico que yo no podía ver venir. Cada vez que podía tomaba la colectora. No me importaba si eso me sumaba metros extra. Algunos corredores pueden preferir el asfalto porque devuelve más impacto y da más velocidad. Yo venía de lesionarme el tendón de Aquiles, además de que soy corredor de montaña, así que para mí la tierra, el pasto y hasta las piedritas eran mucho mejor opción.

Si contara cada detalle de esta carrera probablemente a ustedes les tomaría 36 horas leerla, pero voy a lo importante: ese plan que armé medio a las apuradas, aunque con el apoyo de años de experiencia, funcionó. Corrí toda la noche a un ritmo sostenido, con energía, sin sed ni hambre. Mientras los otros corredores me miraban raro por correr sobre pasto o vereda, yo iba a mi ritmo, cómodo. Cuando estaba llegando a un check point subía la velocidad porque sabía que me alejaba varios minutos del horario de cierre. ¿Para qué usaba este tiempo que ganaba? Casi exclusivamente para masajes descontracturantes de Gloria.

En un momento, mis asistentes empezaron a sucumbir por el sueño. Les propuse que me dejaran correr un par de puestos solo. Lo peor ya había pasado. Me costó convencer a Juan Pablo de volver al auto a dormir unos minutos. Así fue que estaba solo al costado de la Ruta 9, con el auto y mis asistentes esperándome, ya totalmente de día. Empecé a llegar a Gobernador Castro, a esa ciudad que solo visito por el Ultra Desafío, donde con Ale imaginábamos que íbamos a estar a nada de la meta. Y mientras corría de nuevo por ahí, totalmente solo, hundido en el silencio de las primeras horas del día, empecé a sentir una revolución en mi cabeza. ¿Por qué Ale no estaba ahí, físicamente, cumpliendo su sueño? Empecé a apurar el paso mientras caían las lágrimas. Cuando llegué al puesto intenté esconder mi llanto, pero Vale me vio y se preocupó. Le pedí que caminara unos pasos conmigo para charlar. Se me cortaba la voz intentando explicar lo significativo de ese lugar. Charly caminaba unos pasos más alejado. Quizás intuyó que me pasaba algo y quiso darme espacio, pero si quería verme llorar, esa fue la primera oportunidad que tuvo. Nos las ingeniamos con Vale para no darle a nadie ninguna explicación de lo que me pasaba. Ella me recomendó tener pensamientos positivos y concentrarme en llegar.

Se suponía que en Gobernador Castro teníamos la carrera adentro y que todo lo demás era cuesta abajo. Qué equivocados estábamos, Ale. Hasta ahí todo funcionó: el ritmo, la comida, el clima. A partir de ahí empezó lo más duro. Vinieron todos los fantasmas y empezó el tercer desafío: salir del «Rompecabezas», un extenso camino de 20 km de la nada misma. Claro, abajo de tus pies hay suelo. Algunas piedritas, polvo que levanta algún auto ocasional. A la derecha pastizales, a la izquierda las vías de un tren que nunca va a pasar. Arriba cielo despejado. Y nada más. Hay pocos puntos de referencia y las distancias parecen multiplicarse. En lugar de las paradas cada 4 o 5 km como indica el reglamento, empezamos a frenar cada 2 km. Podrían haber sido 10 porque yo no notaba la diferencia. Quería escaparme de algún modo. Mis corredores asistentes ya estaban fundidos, habiendo sumado entre ambos casi 120 km. Cada vez que el auto frenaba para esperarme, me subía al asiento trasero, me tiraba encima de los bolsos y cerraba los ojos. Soñaba que no estaba ahí.

Vale sacó un as en la manga. Cuando vio que pedirme que no me acueste y no me duerma no funcionaba, aprovechó su plan de datos y me mostró un video de mis sobrinos gritando: «¡Vamos, tío Martín! ¡Tú puedes» (Sofi lo decía muy clarito, Mateo con su chupete en la boca era más indescifrable, pero se entendía). Eso fue una verdadera inyección de motivación, pero lo que cerró el trato fue cuando me mojaron la cabeza y la nuca con un botellón de agua. Era el mediodía y el sol estaba vertical sobre mí. Agachado, yo solo veía mi sombra proyectada en el piso y cómo un chorro helado bajaba desde arriba hasta mi cara. El agua caía sobre la tierra seca, que la chupaba como una esponja. Tenía público hinchando por mí, margen de tiempo y las ganas de que ese camino recto se terminase. La única salida era para adelante.

Esos fueron mis kilómetros más lentos, pero de pronto estaba corriendo de nuevo. Llegué al anteúltimo check point. Si los horarios de corte permitían llegar caminando, con el tiempo extra que tenía podía avanzar arrastrándome. Me senté un momento, me volví a mojar la cabeza (una sensación maravillosa cuando hacen 35 grados) y después de descansar unos minutos, volví a correr. Ese pueblo se llama Villa Ramallo. Sus árboles y veredas con pasto deben tener una extensión de unos… 500 metros. Nuevamente volvimos a un camino polvoriento que, en ese contexto, era la nada misma otra vez. Tenía fuerzas renovadas, dije «no hagamos más lo de frenar cada 2 km». Fui sincero, realmente creí que tenía lo suficiente para tirar más lejos, pero rápidamente me di cuenta que estaba exagerando. Nuevamente hicimos paradas cortas con mucha ingesta de líquido y agua en la cabeza.

Aquí debería marcar una de las grandes diferencias que viví entre el Ultra Desafío y el Spartathlon. En Grecia se me cerró el estómago y encontré mucha dificultad para pasar la comida a partir del km 100. Me obligué a comer porque sabía que si no era imposible llegar, pero reduje las porciones que tenía planificadas. Faltando unos 20 km mi equipo de asistencia aceptó que dejara de comer sólidos y me mantuviera el último tramo con lo que ya tenía. En ese camino polvoriento, a 20 km de llegar a la Basílica de San Nicolás, nuevamente dije adiós a los sólidos, pero no se me cerró el estómago en ningún momento. Pude comer y tomar todo lo que estaba en el Excel hasta ese punto. Ahí sentí que, al igual que cuando estaba acercándome a Esparta, podía seguir con lo que estaba en el organismo, manteniendo solo la ingesta de líquidos.

Finalmente salí de ese segundo y eterno camino polvoriento. Ahí llegó la gran desilusión. Mi Excel tenía al detalle cada punto y cada kilómetro. Todo coincidía a la perfección… salvo la última parte. Lo que eran mis últimos 7 km a la meta terminaron siendo 11 km. Venía todo perfecto, estábamos finalmente en San Nicolás, y las letras impresas en ese papel decían que faltaba 1 km para la meta… pero yo conocía ese camino. Había hecho el relevamiento varias veces. Compartiendo mi decepción, mi equipo de asistencia reconoció que estábamos 3 km más lejos de lo que creíamos. Me senté en el banco de la parada de un colectivo y me quedé mudo, paralizado. No podía pensar, tampoco moverme. Fueron unos segundos en silencio, nadie atinó a hacer nada más que volver a mojarme la cabeza. Ayudaba, pero no era suficiente. Hasta que Juan Pablo, que ya estaba en ojotas, con los pies partidos de dolor, me dijo «¿Querés que te acompañe?». Fue como si me ofreciera a llevarme en sus brazos. Le dije que sí y empezamos a correr juntos.

Es increíble lo que una oferta así puede hacer para un corredor. Ni siquiera sabía que lo deseaba tanto hasta que me lo ofreció. Charly, detrás del volante, me arengó pidiendo ver lágrimas en la meta.

La ventaja de esas veredas de San Nicolás era que había algo de sombra. Corrí como pude, con 240 km encima pero todas esas ganas de llegar. El plan se había decidido de antemano: iba a cruzar la meta de la mano de Vale. Su apoyo todos estos meses ayudándome para que entrenara y todo ese día entero donde se fijó que comiera y que tuviera ropa seca (llegó a secar mis medias mojadas y olorosas en la secadora del baño de una estación de servicio) hacían que ese triunfo fuese de los dos.

Cuando uno se está acercando a la Basílica de San Nicolás, entre los árboles y por encima de las casas empieza a asomarse la cúpula. Cuando le vi volví a sentir esas ganas incontenibles de llorar. ¿Era real? ¿Había salido el día anterior del Obelisco para llegar hasta ahí a pie? ¿Era seguro correr entre veredas rotas, bajar y subir cordones, con la mirada nublada por las lágrimas? Me contuve todo lo que pude, hasta que le di la mano a Vale y corrimos juntos los últimos 50 metros. De fondo me esperaba la cinta para cruzarla. Caían mis lágrimas. Un perro se apareció de atrás nuestro y cruzó la línea de llegada antes.

Llegamos y abracé a Vale. Le pedí que me acompañara, porque el Ultra Desafío no está completo hasta que no se toca la pared de la Basílica. Finalmente lo hicimos y sin quitar mi mano de ese muro rugoso, la abracé y lloré fuerte, como si no tuviese consuelo. ¿Qué sentí? Alivio de haber terminado. Felicidad inmensa. Mucho agradecimiento. Humildad. Y en el fondo sentí pena por mí. Fue como si fuese otra persona que mirara toda la línea de la vida desde afuera. En un instante entendí todas las veces que me subestimé, que pensé que era un inútil, que sentí que no me merecía ser feliz. En ese instante todo se acomodó y tuvo sentido. El esfuerzo rinde frutos. La planificación minimiza las chances de error. Si te rodeás de la gente indicada te potencia. Todos merecemos cumplir nuestros sueños si realmente ponemos nuestro foco en eso.

Charly tuvo la oportunidad de verme llorar (hay fotos, de hecho). Si alguna vez quieren explicar la frase «llorar a moco tendido» pueden usarme de ejemplo.

Pero esta es solo la parte de mi historia. Otros cinco corredores llegaron a la meta, algo totalmente inaudito para el Ultra Desafío, que venía de un finisher en 2016, cero en 2017 y dos en 2018. Nuestro sueño como organizadores era tener cinco finalistas, que es lo que nos pidió la organización del Spartathlon para tenernos en cuenta y que esta prueba sirva para clasificar en la madre de todas la s carreras en un futuro. Hicimos nuestra parte, ojalá todo lo que venga después sea mejor.

Alguna vez dije que quería completar este Ultra Desafío para retirarme del ultramaratonismo. Se ve que se corrió la voz porque cuando me despedía de los otros finalistas me pedían que por favor no me retirara. El mundo del ultramaratón es maravilloso. El lugar donde he visto más solidaridad en toda mi vida. Pero requiere de hambre. Yo no sé si voy a seguir teniéndola. Quiero poner el foco en formar una familia, dedicar mi tiempo a mi esposa, a la casa. Me demostré que puedo lograr todo lo que me proponga. ¿Qué tal si me propongo algo distinto a correr? ¿No me sacaría eso de mi zona de confort? ¿No sería eso un «ultra desafío» para mí?

En principio sé que quiero vivir esta carrera desde el otro lado, siendo asistente. Quiero devolver todo lo que di. Si vuelvo a correr una ultra o no se verá con el tiempo. Ya me estuvieron criticando porque estoy anotado para los 160 km de Patagonia Run en 2020 pero la montaña y la calle no son lo mismo para mí. Son dos mundos que se cruzan en muchos puntos, pero que requieren de ritmos diferentes. En la montaña un chocolate me da la energía para seguir avanzando, pero en la calle me dejaría tirado en el piso, retorciéndome.

Igual, los que conocen a los corredores, saben que cuando prometemos que no volveremos a hacer una carrera es porque estamos relajados y no queremos pensar tan adelante en el tiempo. Quizá, no lo prometo, en algún momento vuelva el hambre, y si está el plan adecuado y la gente adecuada, surja una nueva aventura que sea digna de contar.