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La otra maratón

La otra maraton

Ayer domingo, en Buenos Aires, se volvieron a correr los 42 km 195 metros de esta histórica prueba, a la que me prometí correr a menos que algo me lo impidiese. Solo hay dos cosas que podrían dejarme afuera de la largada: estar en otra ciudad o estar lesionado. Un motivo me alejó el año pasado, cuando vivía en Brasil, el otro en 2014, cuando volví de haber completado el Spartathlon con un microdesgarro en el tibial.

Si bien el 4 de septiembre sufrí un dolor muy punzante después de un fondo de 30 km (el que autodiagnostiqué como una tendinitis en el tendón de Aquiles), decidí que si llegaba al día de la carrera sin dolor, la iba a correr. Me porté bien, hice todos los ejercicios de estiramiento que recomendaban en YouTube, prioricé el reposo, y aprendí cómo se hacen los automasajes (en forma transversal a las fibras, nunca acompañando). El jueves anterior a la prueba corrí 20 km sin dolor, así que me la jugué.

A todos los que me preguntaban cuánto tiempo quería hacer, les decía 3 horas y media. Esta es una estrategia un poco cobarde que tengo: decir en voz alta un tiempo mayor al que realmente quiero lograr. En mi cabeza sonaba de fondo un «3 horas y 15 minutos». A veces me funciona. Como venía de dos semanas de estar parado y un solo fondo de 20 km en ese período, no tenía las expectativas muy altas. Mi único as en la manga era Andrea, una de las alumnas del team de INRun Buenos Aires (le pusimos nombre a nuestro grupo), quien me iba a acompañar en bici. Mi esperanza era esforzarme como para no pasar un papelón frente a ella, y que me ayudara a mantenerme motivado.

La salida, lamentablemente como pasa todos los años, fue un caos. Es cierto que yo esperé a último momento para ir a mi corral de 3:30 hs, pero había muchísima fila para entrar faltando poquísimos minutos, y la capacidad estaba totalmente desbordada. No culpo a la organización, aunque ellos podrían buscar un modo de mejorarlo, sino a la cantidad de corredores que no respetan su ubicación y a los cientos (o miles) de colados que sufrimos cada año.

Por suerte me pude acomodar cerca del arco de largada, y solo me tomó poco más de un minuto cruzarlo. Era tal la cantidad de corredores, que no nos pudimos encontrar con Andrea donde habíamos pactado, en la Av. Dorrego, sino recién en el microcentro. Largué rápido, a 4 min/km, para poder despegarme del malón y correr a mi ritmo. Iba saltando de la calle a la vereda y de vuelta al asfalto para poder esquivar corredores. Entonces pensaba en mi tendón y en que quizá no era lo ideal.

La carrera no tuvo muchos sobresaltos para mí. Fui intentando mantener bajas mis expectativas pero queriendo dar todo lo que tenía. El ritmo promedio iba en unos 4:20 min/km y las subidas las encaraba rápido. La organización decidió cambiar de marca de hidratación y pasar de Sierra de los Padres a Bonaqua. Esto significó dos cosas: una, que entregan agua baja en sodio, algo que me obliga a tomar bebidas isotónicas para no sufrir hiponatremia. Otra, que pasamos de unas botellas de 300 ml, muy cómodas para tomar en los puestos, a unas de 500 ml, hechas con un plástico que es una porquería. Solo abrirla mientras uno corre hace que el material se contraiga y salga el agua disparada. Y cuando creía que no podía ser peor, en la mitad de los puestos daban vasos, todavía más molesto de tomar en movimiento. Decidí sacrificar algunos segundos frenando y tomando mientras caminaba. Un par de sorbos en cinco pasos y a seguir corriendo.

Como corrí solo, ir viendo a Andrea esperándome y preguntándome si necesitaba algo me hacía sentir contenido (además de presionado para no aflojar). Fui escoltado todo el camino, salvo cuando, después de salir de La Boca para subir nuevamente a la autopista, la organización vedó la circulación de bicicletas y nos separamos varios kilómetros. Muchos corredores se quejaron, después de la finalización de la carrera, por las bicis que supuestamente les cortaban el paso. Esto no lo vi en ningún caso, pero doy fe que Andrea fue muy respetuosa a un costado, sin cruzarse ni frenarse en medio del camino.

Lamentablemente le di mal las indicaciones a mi papá de dónde nos podíamos encontrar, ya que el recorrido es diferente al de la media maratón (que era mi referencia). Él incluso se fue hasta la 9 de julio para ver si me cruzaba, y pasé por su lado sin que ninguno de los dos viera al otro. También le dije a mi amiga Vale que me podía venir a buscar a la llegada en Av. del Libertador y Monroe, cuando en realidad era en Figueroa Alcorta y Monroe, unas cuantas cuadras de distancia. Supongo que tenía la cabeza más puesta en mi miedo por el tendón que en dar datos precisos.

Si bien venía bárbaro, manteniendo una velocidad bastante por debajo de los 5 min/km, cuando salimos de la 25 de mayo, me pinché. Mal. Sentía un hormigueo en las manos y un cansancio general muy pesado. No podía verla a Andrea (producto de ese largo desencuentro de la mitad), y cometí el peor error de un maratonista: empecé a tener pensamientos negativos. De pronto todo era demasiado difícil, la meta estaba muy lejos, no tenía las zapatillas adecuadas, el tendón de Aquiles me iba a pasar factura, no estaba correctamente alimentado ni hidratado, y quién me manda a mí a correr después de estar 2 semanas parado. No me di cuenta cuándo, pero empecé a caminar. Una chica de la organización me preguntó si estaba bien. Era el kilómetro 33, me faltaban números de un dígito para terminar, pero no me alcanzaba. Le pedí a Andrea que a partir de ahí no se separara de mí. Seguramente ella notó que me venía a pique, y me empezó a alentar, a decirme una gran verdad: yo podía.

Troté a la velocidad que salió. Empecé a correr un poco por encima de los 5 min/km. Comí de mis reservas de damascos, y la única estrategia que se me ocurrió para salir de esa situación fue correr. Pensar menos y poner un pie adelante del otro. Y así transité 6 km en modo ahorro de energía, hasta que pasó algo increíble.

Entrando en Ciudad Universitaria me crucé con Pato Reck, un corredor al que vi muy golpeado en otra maratón, en Zárate, faltando 5 km para la meta. Nos pusimos a correr juntos e intenté motivarlo. Lo obligué a correr, nada de caminar ni descansar con la meta al alcance de la mano. Por eso, cuando pasé al lado de él, me dijo «Hoy me vas a salvar de nuevo». Así fue como de pronto empecé a correr a 4:30 min/km. Hacía media hora me estaba arrastrando, y de pronto volvía al ritmo de mis primeros kilómetros de carrera. En algún punto Pato pidió caminar y que después me alcanzaba. Se lo prohibí, lo mínimo que podíamos hacer era un trote.

Ver la cancha de River es una livio, porque significaba que la meta estaba muy cerca. La subida del puente de Udaondo es dura, pero tampoco dejé que Pato la caminara. Bajamos con el envión, doblamos en Figueroa Alcorta, y encaramos esos últimos metros a 4:15 min/km. Fue una sensación muy linda olvidarme de todas mis inseguridades y dolores para poder ayudar a otro. Crucé la meta con el tiempo oficial de 3:15:00, pero tiempo neto de 3:13:39. Maravilloso.

Recibimos la medalla, nos sacamos fotos, estiramos, y cerramos otra maratón inolvidable.

Pero lo que para mí terminó siendo una experiencia inolvidable, para muchos amigos míos y posiblemente miles de otros corredores, se tornó algo muy desagradable. A partir de las 4:30 hs de carrera, la organización… se quedó sin medallas. No es la primera vez que lo veo, recuerdo en la media maratón de 2010 que pasó lo mismo, y debo reconocer con bastante vergüenza que esa vez fueron mis primeros 21 km, y los corrí colado. Pedí mi medalla, aunque no me correspondía. No lo entendí en ese momento, incluso escribí una reseña en este blog sobre esa experiencia, pero un lector me hizo entender que colarse significa sacarle recursos a otro corredor que pagó su inscripción. Por eso nunca volví a hacerlo. De hecho, alguna vez me metí en una carrera para aprovechar el corte de la calle, sin cruzar nunca la meta ni tomar la hidratación de la organización.

Es evidente que la cantidad de colados hizo que muchas medallas no llegaran a sus legítimos destinatarios. Podemos culpar a Ñandú por esta falla, pero yo vi frente a mis ojos como le saltaron encima a un corredor que entró en el corral de la llegada. Aunque esta persona estaba a los gritos que venía acompañando a otro maratonista, no le permitieron seguir. Es difícil hacer esto con cada corredor que no está inscripto, más cuando algunos se fotocopian el dorsal de otro atleta, o reciclan uno de una vieja carrera. Pueden tener cientos de ojos, pero toda la organización funciona con seres humanos.

Es una pena que se empañe una fiesta así, siendo que la maratón es la prueba por excelencia para los corredores. Pero, ¿qué se puede hacer? Como los chips son descartables, no hay intercambio de este aparatito por la medalla, como solía ocurrir antes. Sin chip, no hay medalla. Punto.

Tengo una sugerencia. Es lindo el momento de llegar y que te cuelguen la medalla en el cuello, pero quizá haya que hacer como en otras carreras, donde uno tiene que ir a buscarla a una tienda al costado. Ahí, con el número de corredor, se ingresa al sistema para ver si está inscripto y si pasó por todos los controles. Si se quedó tomando una gaseosa en la 9 de julio para después cortar camino, no hay medalla. Si no está en los registros tampoco. Seguramente los colados que vienen con dorsales de otras carreras no van a ser tan caraduras de reclamar nada.

Terminé bastante bien a nivel físico, pero hoy me levanté de la cama con dolores en todo el cuerpo, y si bien el tendón de Aquiles no me duele, está inflamado. Me tranquiliza y a la vez me preocupa. El 7 de octubre me espera un fondo del Ultradesafío de unos 60 km, así que ese será mi próximo objetivo. Voy a intentar no sobreexigirme, ser consciente de mis limitaciones, y tratar de llegar de la mejor manera posible al 17 de noviembre.

Semana 14: Día 95: Lo que nos dejó la San Silvestre Buenos Aires 2012

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Antes de empezar… ¡Feliz 2013!

A mí, la San Silvestre de Buenos Aires 2012 me dejó bastante dolor de cuádriceps. Y es lógico, corrí como poseído por un demonio, no venía entrenando velocidad desde hacía unos meses y no elongué al terminar. Pero no me quejo, cuando crucé la meta me sentí invencible.

Hagamos una aclaración. Cuando uno termina una carrera es lógico que se sienta poderoso, porque una vez más hemos superado un obstáculo, nos hemos enfrentado a nuestro propio cuerpo y hemos vencido. No tiene absolutamente nada que ver con ser peor o mejor que otro. Podemos contar cuántos llegaron antes, cuántos dejamos atrás, y cómo quedamos en la clasificación por nuestra categoría. Pero lo que realmente vale es que cruzamos la línea de llegada, nos merecimos la medalla que nos colgaron al cuello, y no tengo absolutamente ninguna situación en mi vida diaria que se le compare a ese sentimiento de abrazar la gloria.

Solo puedo decir cosas buenas de la organización de la San Silvestre. El primer año el agua se les había calentado y era un espanto tomarla con ese calor, pero aunque las dos ediciones siguientes se nota que lo han previsto, el clima nos ha dado a los participantes una tregua. El verano se sintió y la sed arremetió, pero todo estuvo dentro de un nivel muy tolerable.

Como dije otras veces, esos dolores que uno puede llegar a sentir se visten con orgullo. Al menos en mi caso, cuando me levanto de la silla y siento las piernas duras, automáticamente vuelvo al origen de mi entumecimiento y en una fracción de segundo revivo estar corriendo por las calles del mismísimo Microcentro de la Ciudad de Buenos Aires. Otra vez estoy en el medio de la Avenida de Mayo, doblando hacia los carriles centrales de la 9 de julio, y es una imagen hermosa. Hace que todo valga la pena.

Armé un álbum de fotos de la San Silvestre 2012. Me hubiese gustado tomar más del recorrido, pero estaba demasiado concentrado corriendo como un loco. Por suerte mi papá sacó algunas, y mechadas con las mías de la previa y la finalización, sirven de un escueto pantallazo de esta jornada que parecía muy nubosa (como atestiguan las primeras imágenes) y que terminó con un solazo espectacular.

¿Cuándo hacemos la próxima? Ah, sí, en 364 días…

Semana 14: Día 94: Los 8 km de la Corrida San Silvestre Buenos Aires 2012

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Hoy es un día especial. Claro, es el último del año, y puede ser cuando, en la cena, nos despidamos definitivamente de nuestro hígado. Pero además se realizó una nueva edición de la Corrida San Silvestre en la Ciudad de Buenos Aires. Esta tercera edición tuvo, nuevamente, al clima como protagonista.

En el 2010 me calciné al rayo del sol, sufriendo con cada paso, hidratándome con agua tibia). Hice los 8 kilómetros en 34:55. En el 2011 el tiempo fue más ameno, con 24 grados, y con una mejor preparación pude bajar mi tiempo a 32:15. Increíble cómo en ese entonces me anoté a último momento, y este año hice exactamente lo mismo (lo de que estuve atrapado en un operativo policial en la cola de la inscripción fue una broma del Día de los Inocentes, y todavía me cruzo con gente que no se percató).

Esta vez, como no podía ser de otro modo, el pronóstico veraniego adelantaba 36 grados a las 5 de la tarde. Era casi fija que nos íbamos a calcinar. Averigüé con qué era mejor hidratarme (agua durante la carrera, Gatorade en la llegada) y repartí consejos para todos mis conocidos: «Corran con lentes de sol y gorro o pañuelo». Pero hacia el mediodía se levantó un viento terrible y una lluvia intermitente que, en algunos lugares, se había convertido en un diluvio. Sabíamos que íbamos a tener mal tiempo después de la medianoche, pero no pensábamos que se iba a adelantar y que nos iba a cambiar la estrategia de la San Silvestre.

Con Vicky vinimos a Banfield, a la pileta de la casa de mi hermano, para poder refrescarnos. En el medio de nuestro peregrinaje a Zona Sur se ennegreció el cielo y nuestra jornada en el agua pareció peligrar. Llegamos a nadar un poco y una ventisca que nos hacía volar por los aires fraguó todos nuestros planes. Por wathsapp un compañero de Puma Runners se bajó de la carrera por una lesión y me pidió esperar a Lorena, una corredora que recién empieza, en la línea de la meta. Ella estaba un poco asustada (nunca había terminado una competencia anteriormente), así que le dije que no solo la iba a esperar, sino que cuando llegara la iba a ir a buscar y a acompañarla en lo que le faltase para la llegada.

El clima no pareció mejorar. Me fui caminando los 2 km que separan la casa de mi hermano y la estación del tren Roca. Llegué a Constitución y el subte me llevó hasta Diagonal Norte, en la línea C. Llegué a una hora de la largada, y el cielo seguía oscuro. Para mí era la mejor situación, porque no nos íbamos a sofocar y, por primera vez, no íbamos a correr al rayo del maldito sol asesino.  Igual yo sospechaba que el clima se traía algo entre manos, así que tuve la corazonada de correr con lentes y un pañuelo tipo buff.

Me encontré con mis compañeras de los Puma Runners (terminé siendo el único representante masculino del grupo), dejamos las cosas en el guardarropas (ellas no siguieron con mi instinto) y nos fuimos a la línea de largada. Antes de que el reloj diera las 0:00:00, entonamos el himno nacional argentino, cubiertos por una bandera gigantezca. Fue una sensación muy particular estar ahí abajo, cubierto de esa monstruosa tela celeste y blanca. Mucho orgullo. El sol asomó por entre las nubes y empezó a calentar. Martincito, que una vez en su vida la pegó, hizo bien en dejarse los lentes y el buff.

Salimos puntuales, cruzando la 9 de julio. Por esto me encantan las competencias en el microcentro, y no me canso de decirlo. Lo lamento por los que defienden a las carreras de aventura y creen que las de calle son aburridas. Quitarles el monopolio a los autos me da mucho placer, aunque sea por unas pocas horas o minutos.

Estaba mentalizado en tomarme la San Silvestre con calma. Estos últimos meses entrené para La Misión caminando o trotando tranquilo, con peso en la espalda. Hice cambios de ritmo, pero no buscando mi máxima velocidad. Además no hace mucho me caí en la cocina y la rodilla derecha me dolía. Todas estas cosas que me pasaban por la cabeza, mis amigos, se llama cagazo. No hay otro modo de describirlo. Estaba demasiado preocupado en mantener mis marcas y me preparaba mentalmente para «fracasar». Realmente detesto cuando hago esas cosas, pero las hago constantemente.

No pude salir tranquilo. Aunque el embudo de la largada obliga a todos a ir de a poco, cuando la gente se empezó a separar, me entusiasmé y empecé a aumentar la zancada. No quería correr lento, quería hacerlo rápido. Me sentía bien, esa rodilla no molestaba tanto como me esperaba, y aunque estuve entrenando con otro tipo de carrera en mente… ¡venía entrenando! Así que me dejé llevar y avancé a mis anchas.

El calor se empezaba a hacer sentir. Tenía la boca seca y muchas ganas de tomar agua. Pero seguí corriendo, a la espera del puesto de hidratación. Lo crucé a mi papá, que a esta altura es un miembro estable del equipo Casanova en la San Silvestre. No lo pude ver pero lo escuché dándome aliento. Mientras estaba llegando al Congreso un lector quilmeño se acercó a saludarme mientras corríamos. Cometí la torpeza de no preguntarle cómo se llamaba. Esta era su primera San Silvestre, y yo por las dudas le lloré por mi rodilla y le prometí que no me iba a ir bien. Corrimos unos metros juntos y realmente me motivó mucho. No es lo mismo estar solo que acompañado, en especial cuando uno está dando su 100%.

Volvimos hacia la 9 de julio y lo busqué a mi papá entre la gente. Intenté todo el tiempo seguir a un corredor que tenía en frente, quien llevaba un muy buen ritmo. Tenía una remera naranja fluo que decía Súper Runner. Puse todo mi esfuerzo en que no se me escapase. Incluso un par de veces metí un pique corto para no perderlo. Los kilómetros pasaban bastante rápido, así que no me pareció imposible mantener el nivel y apretar. Cruzando Avenida de Mayo mi papá me esperaba y me acompañó un par de cuadras. Ya no me imagino esta carrera sin su aliento y compañía.

Volví a la 9 de julio y encaramos en dirección a Retiro. El reloj me decía que faltaban 2 km, y aunque lo dejé ir a Súper Runner, lo tenía a la vista. Fui «sentándome» en el ritmo de otros corredores, refrescándome en los puestos. No podía tomar mucho, tenía la boca pastosa pero no me sentía capaz de que me bajara mucho líquido por la garganta. Tragaba sorbitos y el resto me lo tiraba encima.

En el último kilómetro el obelisco y la meta se ven muy cercanos, casi como si uno pudiese estirar la mano y tocarlos. No soy bueno midiendo distancias a ojo (algún día lo seré), pero si me preguntaban decía que estaba a 300 metros. Pero el cartel que decía 7 km no podía mentir, así que me esforcé en mantener el ritmo y no empezar a correr como un poseso.

Recién cuando finalmente pasé el obelisco hice mi sprint final, de unos 150 metros (insisto, no soy bueno midiendo distancias a ojo) y crucé la meta con un grito de gloria. Mi papá me esperaba entre el público, y yo me sentía en la gloria, lleno de endorfinas. Charlamos unos minutos mientras me hidrataba y comía una banana. Quise sacar fotos para el blog y después de capturar un par de imágenes, la vi a Lorena acercándose. Le di todo a mi papá y fui a alcanzarla. Estaba muy entera, y me alegró mucho que estuviese terminando su primera carrera. Ella, por dentro, estaba súper desilusionada: la música a todo volumen, que yo estuviese esperándola y pasar por el costado del arco de llegada le hizo creer que estaba llegando, pero todavía le faltaban 2 kilómetros (había que seguir por 9 de julio y volver).

Me apresuré hasta su lado y la acompañé en ese último y agónico tramo. Estaba contenta por no ser la última y bastante acalorada. Con tezón y confianza, llegó hasta el final. Unos metros antes del arco se nos sumó el resto de las chicas de Puma Runners, y todos juntos pasamos por abajo del arco. Fue muy emocionante compartir esa primera carrera y esa primera medalla de finisher.

Y, con mucha alegría, cerramos el año corriendo, cumpliendo objetivos y sueños.

Ah, me faltó mi tiempo… hice 33:15, según mi reloj. Sin dudas el tiempo, aunque estuvo áspero al sol, fue más benévolo de lo que esperábamos, y eso sumó a nuestro favor. Creo que ni sentí mi rodilla, y valió la pena el esfuerzo, coronado con la Ciudad de Buenos Aires de fondo. Sin dudas, el año que viene, la quiero volver a hacer. Ya mismo, en mi agenda 2013, marqué la 4ta San Silvestre Buenos Aires en el calendario.

Semana 39: Día 273: Corriendo por Buenos Aires

Sigo obsesionado con recorrer la Ciudad Autónoma, a ver si encuentro un lugar donde entrenar que no sea un parque. Afortunadamente, la Capital Federal está llena de plazas, pero ¿qué hay del centro? Últimamente estoy pasando mucho tiempo en Once, y si bien no es la zona más céntrica, es bastante complicado correr por sus calles.

Como muchos sabrán, Reconquista se convirtió en peatonal hace relativamente poco. Obviamente que correr por una calle de estas características equivale a intentar atravesar el concreto. Ahí me encontré con Vicky, y bajando por la Avenida Corrientes comenzó nuestro periplo.

Nos dirigimos camino a Puerto Madero, zona que está muy pensada para la actividad física. Una vez que se cruzan las vías y se atraviesa el río por alguno de sus tantos puentes, el tráfico disminuye enormemente, y se puede entrenar tranquilo. Casi que es el único oasis para peatones, tan cerca del microcentro.

Pero no todos pueden acceder a Puerto Madero; aunque esté a pocas calles de la zona céntrica. O sea, si estoy en Once, no me voy a tomar el subte hasta el Correo Central para entrenar. Al menos no es mi idea (sigo prefiriendo irme hasta Zona Norte). Después de hacer algunas cuestas y elongar, caminamos con Vicky por Reconquista y en Retiro nos separamos. Ahí comenzó mi aventura.

Empecé a correr cuando llegué a Leandro N. Alem, y tomé la bicisenda que nace en Avenida Libertador. Todo recto, al costado de las vías, con autos yendo a mil por hora a mi izquierda, y el olor a pasto recién cortado a mi derecha. Cuando llegué al edificio de la Universidad de Abogacía, hice 11 cuestas en el puente peatonal. Un cartel prometía que la bicisenda me llevaría a Once, y decidí seguirla. Pero como la vez anterior que lo intenté, me perdí. De día y tan bien señalizada, sólo puedo culpar a mi ansiedad y mi torpeza por esto.

Doblé en Austria, y cuando llegué a Las Heras, decidí buscar Pueyrredón, para llegar a Plaza Miserere. Pero nunca la encontré. Así que doblé en la avenida Coronel Díaz, y seguí avanzando por sus veredas. Contrario a otras veces, el flujo de tráfico no era tanto como para detenerme. Y cuando el semáforo no me dejaba avanzar, como me había pasado, doblaba en la esquina. Es una buena táctica para correr sin detenerse, ir zigzagueando.

Bajé por Agüero, crucé Santa Fe, luego Córdoba, y cada vez que los autos me impedían el paso, giraba y no me detenía. Crucé por el Abasto, y bajé unas cuadras por Corrientes. Quise, iluso, ir por la bicisenda, pero en esta avenida deberían renombrarla como «motosenda». Es un peligro para ciclistas, a pesar de que está hecha para protegerlos. Cuando finalmente llegué a Pueyrredón, entendí mi error: además de ser una calle muy cargada de tránsito, las veredas están repletas de gente. ¡Es imposible correr por ahí! Caminé hasta Valentín Gómez, y zigzagueé hasta que finalmente encontré la Avenida Rivadavia. Toda la zona de Once está atiborrada de peatones, y cuando encontré una bicisenda, era ridículamente angosta.

Uno de los problemas de correr en la calle es que a los costados el asfalto está en pendiente hacia el costado, lo que pone a los tobillos en una posición muy incómoda. Lo ideal es alejarse todo lo posible del Centro y de Once, correr sin reloj ni destino, y encontrar los espacios para recorrer la Ciudad.