100 millas de Patagonia Run: La previa

100 millas de Patagonia Run-La previa

Este fin de semana se corrió la novena edición de Patagonia Run, una carrera que me recomendaron en 2012 y a la que vuelvo cada año. Este dato cobra relevancia cuando agrego que mientras corría aquellos 100 km, en senderos y cerros de San Martín de los Andes, juré nunca más volver a correr en montaña. Y aunque tengo grabada en video esa promesa, cada año me las ingenio para romperla.

Aquel año era la tercera edición de Patagonia Run, y la primera vez que TMX y NQN Eventos organizaban la distancia de 100 kilómetros. En 2015 llevaron la prueba más larga a 120 km, en 2016 se fue a 130 km, en 2017 inauguraron los 145 km, y para este año ya inauguraron las 100 millas (160 km). El crecimiento progresivo, claramente, estuvo planeado.

Más allá de que era mi cita anual, se conjugaron muchísimas cosas en esta edición. Primero, que el año pasado había intentado correr esos 145 km, la distancia más larga en montaña de toda mi vida, y tuve que abandonar por hipotermia y deshidratación extrema en el km 119. Para las 100 millas podía corregir todos mis errores, que fueron muchos. Segundo, que el año pasado no fue mi primer abandono en una ultra de montaña. Allá a lo lejos, en mis inicios como corredor de ultramaratones, había intentado completar La Misión en Villa La Angostura, 160 km muy duros. Alcancé el km 112 antes de decir basta. Así es que tenía una cuenta pendiente con esa distancia y con Patagonia Run.

Pero había algo más. Desde que dejé de entrenar con Germán hace un par de años, no pude completar una prueba importante. Participé de carreras que, por mi preparación, me resultaban poco desafiantes. Los objetivos grandes, esos que me hacían sentir mariposas en el estómago, como la Patagonia Run o los 246 km del Ultra Desafío de 2017, por una causa u otra quedaron truncos. Necesitaba salir de la sombra de mi viejo entrenador y demostrarme que podía tomar todo lo que había aprendido y tener autonomía.

Entonces, tenía varias metas, pero dos objetivos bien claros: no deshidratarme y no sufrir hipotermia. Esto se resolvía armando una buena estrategia. Así fue que aproveché estar viviendo en Brasil y me compré en el Decathlon un gorro de polar extra, seis pares de medias (para cambiarme cada vez que me mojara) y un chaleco. Ya en Buenos Aires conseguí una remera térmica muy gruesa en Mercado Libre y una campera parecidas a las de pluma, pero de guata (o sea, veganas), en el Once. Ya mi eterna nutricionista, Romina Garavaglia, me había sugerido para el Spartathlon beber agua cada 20 minutos (o medio litro por hora) y comer cada 40 minutos. Así que tomé esa determinación, y empecé a calcular cuántos sorbos de agua equivalían a 500 cc en 60 minutos (son cinco). También en Brasil compré damascos desecados, bananinhas (unas bananas comprimidas, hechas un rectángulo) y bayas de goji. En el Barrio Chino y en dietéticas conseguí cous cous, pretzels, pasas de uva, barritas de cereal (con gustos e ingredientes muy variados), empanadas de seitán (este año no pensaba cocinar), y ya en San Martín compré galletitas Cachafaz, manzanas, y algo nuevo: unas pastillas con sales que vendían en la Expo de la carrera. Esta compra fue por puro pánico, ya que no quería sufrir hiponatremia, algo que ya experimenté en otras ultras.

El tema es así, en el recorrido suelen dar agua con bajo contenido de sodio, algo muy malo para los corredores que no sufrimos de hipertensión. No iba a estar 36 horas a bebidas isotónicas, en ya había probado en otras ediciones ponerle sales rehidratantes al agua de mi mochila (queda espantoso). Estas pastillas tenían gusto a naranja, y con 50 mg de sodio cada una, la idea era tomarlas cada 2 horas.

Ya más o menos resuelto lo que iba a comer y beber, además de todo el abrigo extra que iba a llevar, quedaba el tema del entrenamiento. Como dije antes, quería tener autonomía, así que me armé planes para reforzar mi fuerza de piernas, con saltos en banco, sentadillas, estocadas, progresiones, y muchas cuestas. Tuve la suerte de estar en Rio de Janeiro, donde en un principio entrenaba dos o tres veces en el Morro da Urca (una subida de 900 metros con 200 metros de desnivel positivo). Al ser un suelo de tierra y algunas piedras, se parecía bastante a la montaña. En mi último mes allá descubrí que se podía subir al Corcovado a pie, donde está el Cristo Redentor, así que iba con mi mochila hidratadora, para acostumbrarme a su peso, y subía lo más rápido que podía. Eran mañanas calurosas, donde transpiraba tanto que se me empapaban las medias, pero me fascinaba exigirme así. Eran 3,5 km con un desnivel positivo de 800 metros, en senderos todavía más técnicos que los de Urca.

En medio de esta preparación, donde mi foco estaba en volver a Argentina y hacer las 100 millas, me separé. No fue planeado, pero se venía gestando. Nos queríamos (nos queremos) mucho con Lu, pero vivíamos vidas muy diferentes bajo el mismo techo. Reconozco que me encerré en mis entrenamientos, quizá poniendo más distancia de la que había, ya que me iba tres o cuatro horas, y cuando volvía solo hablaba de lo que había hecho y qué cosas me faltaba comprar. La situación financiera no era buena, y solo seguía adelante con la carrera porque ya estaba toda paga de muchos meses antes. Entrenar se convirtió en el escapismo para una relación que no funcionaba, más allá de que los dos nos aferrábamos mucho a ella. Finalmente vine a Buenos Aires, no con la excusa de viajar a San Martín de los Andes, sino para instalarme definitivamente.

El viaje a la Patagonia no empezó bien. Camino al aeropuerto, me di cuenta que me había olvidado mi certificado médico, requisito imprescindible para correr. En una edición me olvidé el DNI en casa, y después de llorar y suplicar, me inscribieron igual (no fue fácil, pero logré conmover a alguien que hizo la excepción). Lo del certificado no suena a algo en lo que puedan negociar. La suerte estuvo de mi lado, y una amiga médica, a quien no nombraré para no comprometer, me hizo un certificado en el último segundo. Pero eso no fue todo. La aerolínea Andes extravió mis bastones, los cuales se despacharon en Aeroparque pero nunca llegaron a destino. Para colmo venían con otro par de mi amigo Fran, y se los venía trayendo desde el Decathlon de Rio de Janeiro. Aunque hicimos el reclamo y esperamos a que los encontraran, compramos cada uno bastones nuevos. El tiempo apremiaba.

El pronóstico del tiempo cambiaba día a día, pero existía la amenaza de lluvia, en especial hacia la tarde del sábado. Eso me obligó a poner más atención al abrigo y a sumar una capa de lluvia para el final. Parte de la estrategia, además de la comida y el agua, es el de la ropa, y esto se arma con los drop bags. Estos son puestos donde la organización lleva bolsas que uno deja previamente, y ellos las entregan allá. Como se inauguraban las 100 millas, a pedido de los corredores sumaron un punto nuevo de bolsa, así que teníamos tres colores para cada destino. La azul era la de Puentes de Luz, el primer puesto, que además era nuevo y se ubicaba en el kilómetro 55,5. La roja era la del Colorado, por donde pasábamos en el kilómetro 83 (después de hacer cumbre en el cerro del mismo nombre), y que luego visitábamos por segunda vez faltando 18 km para la meta. O sea, este puesto contaba doble, por lo que llevaba doble ración de ropa y comida. Por último estaba la bolsa amarilla, que representaba al Quechuquina, ubicado en el kilómetro 119,5. Este punto era clave para mí. Por un lado, era la distancia donde más o menos había abandonado el año pasado. Además, no había hecho uso de mi bolsa para cambiarme la ropa, por correr con los segundos contados, decisión que derivó en mi hipotermia. Tenía que hacer las cosas bien. Solo se fracasa cuando no se aprende.

Entre las tres bolsas dejé muchísima ropa de abrigo, en especial medias para cambiarme constantemente, ya que en 2016 sufrí mucho por correr con los pies mojados. Debo haber llevado 16 pares. Tenía dos chalecos, dos camperas, buzos, remeras térmicas, dos gorros de polar, una cantidad indecente de cuellos tubulares, la campera de guata, tres pares de guantes (primera piel, de micropolar y de ski), una baklava, y seguramente muchas cosas más que ahora estoy olvidando. Además dejé pilas de repuesto para la linterna frontal y la bandera de Argentina, que tenía planeado levantar en la meta. Esto era, si llegaba. En otro arranque de pánico me compré un gorro Windstopper, a pesar de que llevaba dos de micropolar. Pero es el peligro de tener dinero en la cuenta y mucho miedo de pasarla mal.

Con las bolsas ya entregadas, a las 20 hs del jueves fue la charla técnica, donde el director Marcelo Parada daba sus indicaciones y repasaba el recorrido. Él mismo bromeaba que nos íbamos a acordar de él y de su familia en ciertas partes, ¡y tenía mucha razón!

Ya habíamos hecho la inscripción, buscado la remera oficial, nos tomamos fotos, dejamos las bolsas (organizadas como nos imaginábamos que íbamos a necesitar), fuimos a la charla técnica, comimos toneladas de hidratos de carbono… solo quedaba correr.

El viernes me desperté a las 7 y me quedé dando vueltas en la cama, hasta que no me aguanté y me levanté. Me di una ducha caliente (algo que se convertiría en mi obsesión durante las heladas horas de la noche), desayuné en forma abundante, me envaseliné los pies y las partes privadas, me vestí y me fui hasta la meta. Tuvimos la gran suerte de hospedarnos frente al lago, así que el arco de largada estaba a 50 metros de nuestra puerta de entrada. Aunque estaba fresco, el sol brillaba y había pocas nubes.

Toda la estrategia que había armado no era únicamente para mí. El año pasado habíamos intentado los 145 km con mi amigo Fer, y él venía con mucho agotamiento por lo que abandonó unos kilómetros antes que yo. La revancha era para los dos, así que íbamos a intentar las 100 millas los dos juntos.

Pasamos por el arco, donde confirmaron que se leían nuestros chips en forma correcta, nos acomodamos hacia el final de los 180 inscriptos en esa distancia, y a las 12 en punto comenzó la carrera.

Publicado el 11 abril, 2018 en Semana 52. Añade a favoritos el enlace permanente. 3 comentarios.

  1. Eduardo Casanova

    Hola Martín! Interesantísimo! Y es sólo la previa! Nada librado al azar, prever todo, no tener sorpresas… «esta vez no la voy a cagar»! Espero con ansias el relato de la carrera, porque si bien me contaste, cuando te sientes a escribirlo será un texto «inspirado»! Besos!

  2. Eduardo Casanova

    Hola Melina: Te reenvío la entrada del blog de Martín Podés buscar su blog como «semana52». Beso!

    Eduardo Casanova – Hotmail WApp +54 911 4471-9531

    De: Semana 52 Enviado: miércoles, 11 de abril 11:54 Asunto: [Nueva entrada] 100 millas de Patagonia Run: La previa Para: educasa_2003@hotmail.com

    Martín Casanova publicó:» Este fin de semana se corrió la novena edición de Patagonia Run, una carrera que me recomendaron en 2012 y a la que vuelvo cada año. Este dato cobra relevancia cuando agrego que mientras corría aquellos 100 km, en senderos y cerros de San Martín de los A» Responder a esta entrada realizando el comentario sobre esta línea

    Entrada nueva en

    Semana 52

    100 millas de Patagonia Run: La previa

    por

    Martín Casanova

    Este fin de semana se corrió la novena edición de Patagonia Run, una carrera que me recomendaron en 2012 y a la que vuelvo cada año. Este dato cobra relevancia cuando agrego que mientras corría aquellos 100 km, en senderos y cerros de San Martín de los Andes, juré nunca más volver a correr en […]

    Leer más de esta entrada

    Martín Casanova

    | 11 abril, 2018 en 11:54 | Categorías:

    Semana 52

    | URL:

    100 millas de Patagonia Run: La previa

Deja un comentario